Los hay de todos los tamaños. Grandes y amesetados, a los que el auto se sube y se baja como de una montaña rusa. Redondos y altos, que más que policías dormidos parecen esqueletos de elefantes los que tocan la barriga del auto con el consiguiente daño a todo lo que hay ahí abajo. También están los aplastados por las huellas de los camiones que en el medio dejan una aleta que ataca directo al cárter. Y están también las lomadas benignas, las que parecen una boa atropellada por cruzar distraída el camino.
En Itatí hay unos socotrocos redondos, como pelotas de hierro puestas en fila para destruir hasta un camión con acoplado. Y últimamente han aparecido botones amarillos de plástico bien duro abulonados al pavimento que descuajeringan el auto más pintado: hay que parar a ajustar los tornillos si uno no quiere perder piezas importantes de la carrocería. Entre tanta variedad, los que son mortales son unos filos amarillos, que parecen cuchillos a medio enterrar. Esos te dejan las llantas cuadradas.
Cuando ponen lomadas, suelen pintarlas y acompañarlas con carteles que advierten que viene uno de esos. Pero ya se sabe, los carteles se caen y la pintura se gasta: entonces te sorprenden y te dejan el auto sin tren delantero. Y en Córdoba hay un pueblo que tiene lomadas virtuales: avisan con carteles amarillos que el lomo de burro está a 100 metros, a 50 metros, a 25… pero no hay nada; igual todos paran aterrados. Seguro que los que sacan los carteles son los dueños de los talleres de alineado y balanceo o los mecánicos en general, porque esas lomadas desbaratan el metal finito y el plástico duravit con que se hacen los autos ahora. Tanto trabaja la pobre carrocería sin chasis que cuando paso un lomo de burro en diagonal para que no toque la panza parece que va a saltar el parabrisas de lo que cruje mi cochecito grisplata.