12 de abril de 2013
Francisco
Hace años que me atormenta la idea del código genético argentino. Es que resulta que somos un país con excelentes individualidades y pésima conducta colectiva. Tenemos buenísimos jugadores de fútbol… que funcionan bien en equipos extranjeros. Hay buenísimos tenistas… incapaces de formar un equipo para ganar la Copa Davis. Y así siguiendo. Los argentinos hemos demostrado nuestra incapacidad colectiva para organizarnos en un país bendecido por una riqueza casi infinita y es un chiste recurrente que Dios nos dio tanto que para compensar puso a los argentinos. Un presidente del Uruguay dijo una vez públicamente que los argentinos somos todos ladrones y recalcó: “del primero al último”. Fue Jorge Batlle, que después pidió perdón con lágrimas de cocodrilo. Y a los argentinos nos molestó que dijera justo lo que pensaba, que era la verdad. ¿Cómo puede ser que el modelo argentino sea un futbolista drogadicto, maleducado y pendenciero? Cuando cada vez que abrimos la boca nos mentan a Maradona es como si conocer a un norteamericano la gente exclamara "¡Al Capone!"
Si la Argentina quiere tener futuro como nación, tiene que cambiar su código genético. Dicho de otro modo: necesitamos con urgencia que nos transplanten dos cromosomas del Japón. Pero lo que me atormenta hace tiempo no es eso sino el cómo, porque los países cambian de raíz después de sangrientas revoluciones, guerras espantosas o catástrofes siniestras, todas tan cruentas que los obligan a renacer de sus cenizas y empezar de nuevo a fuerza de trabajo, hasta acostumbrarse. Y la Argentina, estoy convencido, se
vuelve inviable si sigue por donde va… a ningún sitio.
Pero miren lo que pasó:
El 11 de febrero Benedicto XVI sorprendió al mundo con su renuncia, que provocó el cónclave y la elección del arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Jorge Bergoglio, que fue elegido Sumo Pontífice el 13 de marzo. El primer papa americano, el primero de hemisferio sur, el primer argentino, el primer jesuita, el primer Francisco... Su llegada a la sede de Pedro conmovió al mundo y no se imaginan lo que nos pasó a los argentinos.
Ese 13 de marzo nos tiraron una carga de profundidad en las entrañas de la patria y en las de cada uno de los argentinos. Alguien nos removió los cimientos con dinamita pesada y se derrumbaron las murallas que protegían la vanidad estúpida de la argentinidad. Somos concientes de que no habrá uno de los nuestros más trascendente en toda la historia: en la pasada, presente y futura. Ninguno ha llegado jamás ni llegará
en milenios a semejante dignidad. Las calles y las plazas se llamarán un día Francisco y Bergoglio y el ser argentino quedará sellado por un tatuaje indeleble, distinto del modelo contaminado por el fracaso que nos rige desde la época del virreinato. El paradigma ya no es un vivo, un pendenciero, un ególatra, un vago, un seductor, un cobarde, o un desertor. De un plumazo se murió el desertor Martín Fierro, enterramos el tango Cambalache y jubilamos a Maradona. Ese maravilloso 13 de marzo nos cambiaron para siempre el arquetipo desde la logia de las bendiciones de la basílica de San Pedro. Y todavía estamos temblando.
No es una esperanza vana esta que acabo de describir. Es la misma que tenemos millones de argentinos en estos días. Lo que pasa es que los cambios serán intangibles y no dependen de ninguna decisión de nadie. No va a venir Francisco a dar órdenes ni a emplazarnos para que seamos mejores o nos convirtamos en japoneses. No terminará a golpe de bendiciones con la corrupción, la indolencia, ni la imbecilidad colectiva. No
hará el milagro de sacarnos de la soberbia pegajosa que nos impide avanzar como grillete de preso. No hará desaparecer a los vivillos maleducados que hoy acampan en estas playas como los dueños de la verdad, de la honra y del patrimonio de los argentinos. No importa cómo va a ser porque el ejemplo actúa de modos misteriosos, pero es lo único que vale y por fin lo tenemos. Solo es cuestión de tiempo y ya verán que no es tanto. Por lo pronto nos ha cambiado la cara a todos los argentinos, lo que no es poco.
Por esto creo que hay que agradecer al Cielo que se haya apiadado de nosotros y nos haya mandado el regalo de este papa en lugar de una catástrofe. A los católicos nos da igual que el papa sea argentino, ecuatoriano o vietnamita, pero no nos da lo mismo a los americanos del sur ni a los argentinos que el papa sea uno de los nuestros. Francisco puede ser el disparador del cambio que necesita nuestra América y la Argentina, como Juan Pablo II transformó a media Europa. Dios lo quiera.