27 de enero de 2013
Moconá
Casi todos los ríos de América del sur van de los Andes al Atlántico, pero hay un par que nacen en Brasil, a pocos kilómetros del Atlántico y terminan… en el Atlántico también. Forman la Mesopotamia argentina cuando llegan por aquí: el Paraná y el Uruguay son ríos como mares que pasean morosos por la llanura con peces que pesan como usted o como yo.
Río de los pájaros quiere decir uru-gua-y en el idioma que hablaban todos los americanos orientales desde el Caribe hasta el Plata antes de la llegada de Colón. Y el río de los pájaros es un cielo azul que pasa y es flor de la Banda Oriental según un cielito de Héctor Numa Morales.
Cuando todavía faltan unos mil kilómetros para que se una al Paraná y forme el Río de la Plata, el Uruguay se cae de costado por una falla en la colada basáltica que le sirve de lecho. No cae de frente, como casi todas las cascadas: se desborda longitudinal al lecho que ahí tiene hasta 170 metros de profundidad y lo hace durante unos tres kilómetros. Forma una catarata de agua de tres mil metros que nadie o casi nadie conoce porque está perdida entre la selva y la selva donde Andresito Guacurarí perdió el poncho. Cuando el río viene crecido nadie la ve y cuando baja el río se cae por el medio del lecho con un estruendo que espanta.
Estuve la primera vez hace muchos años, cuando era difícil llegar en auto, pero llegué y no vi nada porque fui por el lado argentino que es el alto: un río, unos arbustos que se llaman sarandí, unas rocas y un poco de bruma en el medio. Otro día me escapé hasta el lado brasileño y después de perderme varias veces encontré el camino por donde llegar hasta el río Uruguay. Me quedé loco al ver semejante espectáculo sin más testigos que los pájaros del Río de ellos mismos. Cuando quise volver tardé más de dos horas saltando entre las piedras para encontrar el pasadizo que me había llevado hasta la catarata.
Ahora había más gente en ese lugar del mundo donde no hay celulares ni internet ni televisión ni diarios ni otra diversión que conversar. Unos 35 kilómetros antes de llegar pude subirme a un bote de goma en el fondo de un barranco que me llevó hasta el salto entre correderas y remansos. El piloto era Carlos Arturo Yunis Henn: un turco alemán en la frontera argentino brasileña que nos mostró los saltos de Moconá contando pequeñas mentiritas y grandes verdades. Un genio el tipo.