Trabajaba para el diario La Verdad de Junín, una ciudad
clavada en el medio de la pampa húmeda, la infinita llanura requetefértil de la
Argentina. Viajaba a Buenos Aires casi todos los domingos a la tarde y volvía
en tren los martes a la madrugada. Las ciudades de la pampa son ricas y todas
iguales. Tienen diarios y campo de golf. A los diarios los
fundaron los políticos locales de principios del siglo pasado y a los campos de
golf los instalaron los ingleses de los ferrocarriles a principios del siglo
pasado. Todas tienen su club social y su sociedad rural. En el club juegan a
las cartas, apuestan fuerte y toman bastante whisky; en la sociedad rural
juegan a las cartas, apuestan fuerte y toman bastante whisky. Un martes
cualquiera un juez federal me invitó a un asado en el Club Mitre. Cuando
llegué, tarde por culpa del cierre del diario, estaban todas las fuerzas vivas
de la ciudad, menos el párroco, jugando al monte. El monte es un antiguo juego de
barajas que consiste en apostar el número o el palo de la carta que va salir.
Está superprohibido por las consecuencias violentas que siempre provoca eso de
andar jugando tanta plata…
Un buen día de invierno, cuando en la pampa hace un frío de
conejos, se me ocurrió viajar a Buenos Aires en camión con la idea de escribir esta
historia que nunca escribí. Me fui cuando ya anochecía a la garita de la
policía de la ruta 7, cerca del puente sobre el Salado que en ese lugar acaba
de nacer en la laguna de Gómez y más allá hace desastres por culpa de los
terraplenes de las carreteras que lo represan cuando viene cargado. El agente
de guardia entendió mi idea y entre los camiones que paraba por rutina encontró
uno que se ofreció a acercarme hasta Buenos Aires. Era un Mercedes
1114 del año de la pera que remolcaba un acoplado y viajaba vacío y a paso
de tortuga a buscar carga a la capital de la República. No encontró nada
más incómodo aquel policía, pero quizá lo hizo para que no se me vuelva a ocurrir
semejante idea.
Después de las primeras palabras empecé a
hacerle preguntas estúpidas que contestaba con paciencia budista y pocas palabras. Aquella cabina tenía chifletes y el frío entraba a rachas como en un ventisquero. Me
acurruqué en mi eterna campera verde y me dormí. Al rato me desperté solo en el camión, que
estaba parado cerca de una estación de servicio en un lugar desconocido. Cuando
apareció mi chofer nos pusimos de nuevo en camino, pero nunca más supe ni cuál
era ni dónde estábamos. Se tomó unas siete horas para hacer los 250 kilómetros
que separan Junín del lugar imposible del Gran Buenos Aires donde me dejó
cuando amanecía. Llegar desde allí a mi casa me costó un par de horas más en otro camión con asientos que los porteños llaman colectivo.