Esa tarde llegó más temprano el dueño del diario El Territorio de Posadas. Venía todos los días al caer la noche, pero aquella vez apareció a las cinco de la tarde y entró en el edificio como siempre, por la puerta del estacionamiento y silbando una melodía irreconocible. Lo hacía para alertar a las secretarias de su llegada, sin saber que desde la guardia avisaban en cuanto pasaba con su Renault Laguna por el portón de entrada de la planta.
“¡Gonzalo!”. Me saludó desde la puerta de mi oficina y entró. Era la rutina de todos los días, pero un poco más temprano. Se sentaba un rato del otro lado del escritorio y conversábamos de las cosas del día mientras curioseaba lo que tenía arriba de la mesa. “En un ratito viene Carlos Correa. Quiero que tengamos una reunión con él”, dijo en el momento que llegaba el otro socio del diario. Y siguió en plural: “Queremos que Correa sea subdirector del diario”. Yo era el director.
Carlos Correa curtía de periodista, pero tenía de periodista lo que yo de astronauta. Lo sabían los dueños del diario y conocían mi opinión sobre semejante elección. Había sido el vocero del amo de la provincia: un político tan seductor como enredador y un cínico contumaz. Les expliqué que era una pésima decisión, pero me hicieron saber que estaba tomada y que había razones que no pensaban revelar. Ante mi cerrazón me pidieron que asistiera a la reunión para que comprobara que Correa no era como yo pensaba. Como donde manda capitán no manda marinero y no tenía nada que perder, accedí tranquilo a enfrentarme con el lobo feroz.
Un rato después estábamos los cuatro sentados en la mesa redonda de vidrio templado del directorio. La conversación empezó cordial, como tiene que ser entre personas civilizadas. Se trataba de conocernos y de intercambiar opiniones sobre el diario. No sé cómo llegamos al punto que quiero contar, pero supongo que habíamos mencionado las presiones del poder sobre los contenidos del diario. Yo dije algo sobre mi escaso temor –temeridad pura– a esa munición: “Esas balas no me entran”; usé una expresión común para significar que algo no me afecta. “Ni las balas benditas” terció Correa, y nunca supe por qué.
Es que en ese mismo instante los ojos se le pusieron blancos y el cuerpo se volvió rígido como de mármol. Trataba de decir cosas, pero balbuceaba ininteligible. Enseguida empezó a golpearse con una furia que nos estremeció. Sentado y rígido como estaba, solo podía mover su brazo izquierdo y con él le daba unos golpes tremendos al vidrio de la mesa, desde abajo hacia arriba. A cada golpe la levantaba en vilo y en el primero su reloj se hizo añicos.
Fueron unos minutos eternos que volvimos a recordar muchos años después, cuando hace unos días nos enteramos de su muerte. Aquel ataque retrasó la entrada de Correa al diario y me dio aire para apartarme a tiempo de la chuza del poder que venía lanzada directo a mi cabeza.
Ya dije que Carlos Correa curtía de periodista, pero no era periodista. Era uno de esos políticos sucios que usan a la prensa y a los periodistas que se dejan manosear por el poder. Ya lo saben los que se enfrenten con casos semejantes: aquella vez resultó lo de las balas.
Dios quiera que ahora Correa descanse en paz.