Cuando Alejandro Malofiej trabajaba en el
diario La Opinión de Buenos Aires, entraba todos los días como si fuera un
mariscal de los Romanov. Saludaba al vendedor de sándwiches con un:
“—¡Buenas
tardes, Barón von Sándwich!”
El hombre le seguía invariablemente la broma...
“—¡Buenas tardes Alejandro Malofiej Stoliaroff!”
Le encantaban los sándwiches,
pero más le gustaba que mencionaran el apellido de su madre.
Alejandro pronunciaba su apellido en ruso:
malofiei. Sus padres, Simón Malofiej y Alejandra Stoliaroff, ambos rusos
blancos, nacidos en la actual Bielorusia, se conocieron en Buenos Aires. Simón
era el jardinero de la casa de una antigua familia de la aristocracia ganadera
del país, en la que Alejandra trabajó una temporada como institutriz. Madre e
hijo se trataban de Sacha y Sacho, castellanizando los géneros del típico
sobrenombre ruso de los Alejandros.
Vivieron en una localidad del Gran Buenos
Aires llamada Boulogne-Sur-Mer, en honor de la ciudad francesa que eligió para
su autoexilio José de San Martín. Allí, en la casa de la calle Rivera 1875,
siguió viviendo Alejandro después de la muerte de sus padres, hasta que en
marzo de 1986 Rodolfo Szelest se lo llevó a su departamento del décimo piso de
la calle Peña 2432, en el centro de Buenos Aires, porque ya no podía cuidarse
solo. En noviembre de ese año Rodolfo y Carlos Savransky decidieron ingresarlo
en un geriátrico de Martínez donde podían atenderlo mejor. Alejandro murió de
cáncer de vejiga el 31 de julio de 1987, en el CEMIC, un hospital de Buenos
Aires donde estuvo internado desde marzo. Tenía 49 años, ni un solo pariente, y
nada de dinero. Un pope de la catedral ortodoxa rusa de Buenos Aires de Parque
Lezama ofreció su iglesia para velarlo la noche de su muerte. Lo enterraron en
el cementerio de la Chacarita después de oficiar un funeral en ruso. Este
sacerdote —se llamaba Valentín— lo visitó todas las semanas durante los últimos
meses de su enfermedad. Compartía con Alejandro el gusto por los coros
polifóniconicos rusos que oían juntos.
Su casa, sus libros de estrategia, de
geografía y de historia, y sus pinturas —todas abstractas— quedaron en manos de
sus amigos más cercanos. Ellos son Carlos Savransky, Rodolfo Szelest y Nora
Potchar que se quedó con una casita que ya tenían los padres de Alejandro en
Villa Gesell, un balneario de la costa atlántica a 300 kilómetros de Buenos
Aires. Con Szelest se conocían desde el colegio Carlos Pellegrini. El resto de
sus amigos le duraban desde las dos carreras que cursó y no terminó:
Arquitectura y Filosofía. Entre 1966 y 1983, con algunos raros y cortos
intervalos, en la Universidad de Buenos Aires no era fácil reunirse seguido sin
despertar sospechas. Para colmo Arquitectura y Filosofía eran carreras con fama
de subversivas. El grupo encontró un lugar que era a la vez una coartada: se
reunía en la sede de la YMCA (Young Men Christian Association) de la calle
Reconquista. Carlos Savransky frecuentaba desde chico esta institución.
Alejandro era terriblemente enamoradizo y
espantosamente tímido. Decía que le atraían especialmente las mujeres casadas y de buena posición pero pensaba en una con nombre y apellido. Sus amigos mencionan a mujeres distintas como el gran amor
de Alejandro, según el momento de su vida. La verdad es que fueron casi todos
amores platónicos. Si hubo alguien a quien llamar el amor de su vida fue
Mercedes. Era una estudiante de la Facultad de Filosofía muy
atractiva que ya entonces estaba divorciada; tenía dos hijas y pertenecía a la
clase más alta del país. Un buen día Mercedes desapareció para siempre en manos
de los militares. Es una de las miles de historias pendientes de la Argentina
de aquellos años. Por eso Mercedes no tiene apellido en esta historia.
Era ciclotímico. Siempre lo acompañaba un
aire melancólico y triste. Su vida no era fácil. No lo había sido antes y sabía
que probablemente no lo sería en el futuro. A los 21 años contrajo la
enfermedad de Hodgkin (cáncer del sistema linfático) de la que se curó a medias
después de un duro tratamiento. Además, cargaba con antiguas tristezas que no
pensaba revelar. Contaba Hugo García, colega de Alejandro en La Opinión, que a
menudo se lo veía con lágrimas en los ojos, como ruminado sus angustias.
Siempre hablaba concentrado en algo, con la mirada perdida en un apoyo lejano.
Hilda Mouro y Carlos Savransky
fueron los amigos que estuvieron más cerca de Alejandro en los dos últimos años
de su vida. Lo acompañaron hasta momentos antes de su muerte. Se ocupaban de
todo lo que le hiciera falta. Carlos pasó alguna noche entera con él. El fue
quien realmente donó casi todos los originales de Alejandro a la Universidad de
Navarra, a través de Hilda Mouro y Raúl Burzaco. Además posee la mayoría de sus
cuadros. Desapareció de la casa de Alejandro uno de sus más preciados tesoros:
el libro sobre las campañas militares de Napoleón (David G. Chandler, The
Campaigns of Napoleon, Nueva York, 1966) que le regalara el general Teófilo
Goyret, cuando trabajaba en la revista Armas y Geoestrategia. En los mapas de
ese libro se inspiraba Alejandro continuamente. Allí aparecen los movimientos
militares en transparencias superpuestas sobre el mapa geográfico. Las batallas
transcurren en el tiempo hora tras hora con una facilidad de comprensión y una
precisión asombrosas. Alguien definió a los mapas de Alejandro como
cinematográficos porque superponiendo los de días sucesivos podía crearse
ilusión de movimiento, como en los fotogramas de una película.
Era profundamente anarquista. Admiraba lo
que él llamaba la Revolución Española como otros hablan de la Revolución
Francesa. “No era un militante, era un contemplativo” comenta Savransky. Amaba
objetos. Era entrañable su relación con las revoluciones, las batallas, las
armas, los mapas, las pipas, los pañuelos y las gorras. Estética, más que
ética. Por eso podía conjugar perfectamente su condición de anarquista
desheredado al estilo español con un envidiable aspecto de dandy inglés. Tenía
una colección estupenda de pañuelos que usaba siempre anudados al cuello, hasta
en los últimos días de su vida, y manejaba la pipa con una especial destreza y
pulcritud, poco común en los fumadores. También con las personas tenía esa
dependencia. Sus amigas y sus amigos eran como cosas de su propiedad, a las que
adoraba. También su madre y sus constantes recuerdos de ella.
Alejandro tenía todas las virtudes y los
vicios de los viejos periodistas. Pero no escribía: dibujaba. No era un militar
frustrado. Era realmente un estratega y un profundo conocedor de la
cartografía. No era propiamente lo que hoy llamaríamos un infografista. No sólo
porque entonces casi nadie usaba esa palabra tan fea, sino porque nunca dibujó
periodísticamente nada que no fueran mapas. Si alguien le pedía que explicara
verbalmente uno de sus mapas, necesitaba horas. Cada uno de ellos contenía
tanta información que no hubiera cabido en todas las páginas del periódico en
el que se publicaba.
En cuanto sus jefes le pedían un mapa para
ilustrar un acontecimiento, preguntaba rápidamente para cuándo debía estar terminado.
Fueran horas o días, los aprovechaba hasta el último minuto. No paraba hasta
conseguir toda la información que debía volcar en él. Una de sus principales
fuentes era su vastísima biblioteca. Hablaba una y otra vez con los redactores.
Leía todas las noticias que llegaban sobre el hecho que debía documentar.
Buscaba las historias que explicaban esos hechos. Salía a las librerías de
viejo de Buenos Aires a buscar datos, mapas, uniformes, armas. Hacía copiar en
fotomecánica 10, 20, 300 siluetas, tramas, contornos (no eran épocas de
computadoras). Dibujaba una y otra vez sobre papel de calco. Pegaba y retocaba
hasta conseguir un original tan atractivo como un mapa de aquellos del libro de
Napoleón. Si alguien se arrimaba a ojear su trabajo, se ponía como loco. Lo
peor era preguntarle para cuándo estaría terminado: “—Nunca lo voy a terminar
si me interrumpen a cada rato para preguntar cuando lo termino”, contestaba
furioso.
Aunque había viajado poco, sabía de países,
pueblos, razas, religiones y culturas. Conocía el clima en cada momento del año
en cada lugar del planeta. Sabía que las distintas tácticas militares dependían
de las lluvias, de los vientos, de las horas de luz o de la oscuridad. Sabía de
mareas y de lunas. De monzones. De ramadanes, de pascuas griegas y de la fiesta
del Janucá. Cualquier factor podía intervenir en los movimientos de los
vietcongs a través de las montañas de Camboya, en una formación de tanques en
la guerra entre Irán e Irak, o en las operaciones de la task-force británica en
la guerra de las Malvinas. Buscaba las soluciones caminando de un lado para
otro como un general en su estado mayor. Miraba el mapa una y otra vez y volvía
a dar vueltas como contrariado, concentrado en el problema que debía resolver,
ayudado por buenas bocanadas de su pipa con tabaco de aroma balcánico.
Nunca supo, en cambio, cuánto valía su
trabajo. Vivía al día. Viajaba más de 40 kilómetros durante casi una hora en un
tren destartalado, de horarios más bien borrosos, de Boulogne a Retiro, cerca
del centro de Buenos Aires. Desde allí todavía debía pasar entre 15 minutos y
media hora en un autobús, según el lugar de trabajo. La sede de La Opinión,
heredada después por Tiempo Argentino, estaba en la otra punta de la ciudad,
muy cerca del puente Victorino de la Plaza, donde la avenida Vélez Sárfield
cruza el Riachuelo hacia Avellaneda. No cobraba más que un sueldo a fin de mes
y siempre el mismo. Jamás cobró por hacer un trabajo para nadie que no fuera el
salario del medio para el que trabajaba. Probablemente lo suyo no eran los
negocios, y seguramente era incapaz de administrar un pequeño quiosco o un
taxi.
Alejandro preguntaba siempre por el tamaño
al que se publicarían los mapas que dibujaba. Cuando trabajaba para el diario
La Opinión de Jacobo Timerman, había que publicar la información de que un
empresario argentino había manifestado su intención de comprar la Falkland
Island Company, la empresa colonial propietaria de más de 90% de la extensión
de las Islas Malvinas. Alejandro dibujó un estupendo mapa de las islas con sus
recursos naturales y las explotaciones de la compañía. No alcanzó el espacio y
se publicó a la mitad del tamaño para el que se lo pidieron. Al día siguiente
Alejandro discutió acaloradamente y a los gritos con el Redactor Jefe, Mario Diament,
hasta que fue llamado por el director a su despacho. Cuando se encaminaba hacia
la oficina de Timerman iba despidiéndose de los colegas como quien sube al
cadalso, suponiendo que era el último día de trabajo para el diario. Volvió
radiante; Timerman lo había felicitado: “si todos los periodistas pelearan así
por sus artículos, el diario mejoraría por lo menos el 50 %”, le dijo, y lo
hizo saber a toda la redacción.
Un día de 1982 Miguel Urabayen apareció por
la redacción del diario Tiempo Argentino. Había sido invitado por Pablo Sirvén,
uno de sus ex-alumnos en la Universidad de Navarra, que le haría una nota
aprovechando su paso por Buenos Aires. Nada más llegar, Miguel se puso a ojear
el periódico de ese día. Pablo recuerda todavía los gestos de Miguel al
encontrarse con un mapa que ocupaba casi una página competa del tamaño berlinés
del diario. Cuenta que abrió los ojos como platos y se llevó la mano a la
frente mientras preguntaba con admiración “—¿quién ha hecho esto?”. En un
rincón estaba Alejandro, sobre su caballete, con sus plumines y sus hojas de
calco. Miguel se acercó y lo saludó como quien conoce a un prócer. Para colmo
Miguel descubrió un pequeño error en ese mapa: el acorazado New Jersey estaba
representado por la silueta de un crucero. Luego de una amable y breve
discusión Alejandro descubrió que había en el mundo gente tan apasionada como
él por los mapas informativos. Cuando Miguel dejó el diario eran ya amigos del
alma. Continuaron esa amistad a pesar de la distancia.
Cuentan sus colegas del diario que a partir
de aquel momento apareció un brillo especial en los ojos de Alejandro. Habían
reconocido su trabajo. Eso que él hacía con pasión interesaba de veras. No era
sólo el trabajo de uno más, en una redacción en la que, como en casi todas,
cada uno está en lo suyo. En la que se mezclan inadvertidamente la grandes
piezas informativas con la basura, vendidas todas al mismo precio al día
siguiente. Su trabajo perdió rutina, y empezó a hacer los mapas más fantásticos
que se le conocen. Hay que agradecer especialmente a Miguel Urabayen que el
trabajo de Alejandro haya trascendido las fronteras de un país que queda cerca
del fin del mundo. Tanto lo ayudó esta relación con Miguel, que un día en que
se sentía especialmente deprimido y enfermo lo llamó por teléfono desde la
redacción del diario, sólo para conversar con él. Estuvieron un buen rato
hablando. Era la una de la madrugada en Buenos Aires, una hora normal para un
periodista de entonces, pero España está cuatro horas más adelante en el planeta...
Conocía los trabajos de Alejandro Malofiej
como un colega más, lector también, con un especial interés por el buen
periodismo. Recuerdo que en 1985 Juan Antonio Giner me dijo que esos mapas eran
excepcionales. A los pocos días tuve ocasión de conocerlo personalmente junto
con Juan Antonio entre un par de clases de la Escuela de Periodismo del diario
Clarín. Por lo visto, Alejandro conocía mi relación con estos profesores y con
la Universidad. Diez años después de su muerte, buscando datos sobre su vida,
supe que durante los meses siguientes me estuvo buscando para hablar conmigo
sobre la posibilidad de viajar a Pamplona a dictar un seminario. Por esos años
yo trabajaba en un diario del interior de la Argentina, y no era fácil
encontrarme en Buenos Aires.
Esta historia de Alejandro no es nueva. La
leí, palabras más palabras menos, en la cena de clausura de la tercera edición
de los premios Malofiej, en 1995 y se publicó en el libro de los premios
1994/1995. Está incompleta y lo sabía entonces pero no lo dije: apenas lo
insinué. El premio estaba muy nuevo y no parecía una buena idea que se supiera
que Alejandro no era Malofiej. Su padre no era Simón, el jardinero ruso de la
casa principal de Buenos Aires, sino el aristócrata terrateniente, dueño de la
casa principal en la que su madre había trabajado como institutriz. Su madre se
lo contó un mal día de su adolescencia. Ya era tarde. Fue entonces cuando Alejandro perdió
la alegría y la salud y nunca las recuperó.