Tengo que confesar que un día maté una vaca. Dicho así, ahora, puede parecer criminal, pero en este mundo carnívoro y voraz debe ser de lo que más se mata, junto con pollos y chanchos. Y eso sin contar hormigas, mosquitos y moscas que se matan de gusto nomás.
Alguien los tiene que matar, lo más humanitariamente posible, para comer sus lomos, pechugas y jamones. También tengo que confesar que maté un cordero y hasta un lechón, para comer entre compinches con pan fresco y vino tinto. Y aviso que soy de los que piensan que no hay mejor destino para un cordero o para un chanchito con nombre y apellido. Pero lo de la vaca fue otra historia: la maté con aire de torero y estilo de Hemingway.
Era estudiante de Derecho en la Universidad de Córdoba y me arreglaba con lo que podía para mantenerme en esa ciudad que no era la mía. En esos días había dejado mi trabajo de las madrugadas en el mercado de abasto y hacía algunas changas para seguir juntando los poquitos billetes que me permitieran algo más que comer y dormir en La Docta: administraba una finca en las sierras durante el tiempo que, por muerte de su casera, había quedado sin cuidador.
La casa principal soportaba cierto abandono los días de semana, sobre todo el parque, que era pasto fácil para el ganado del vecino: apenas un capítulo de la eterna lucha entre agricultores y ganaderos. Y ya se sabe desde la época de don Ulpiano que tiene obligación de deslindar el que cría ganado y también que si una rama de níspero pasa al fundo vecino, los nísperos no son tuyos sino suyos.
El vecino era Hormiga Negra, un gaucho malandrín que no pensaba cuidar a la vez sus vacas y mis flores. Cada vez que llegaba yo a la finca, el parque estaba perdido de bosta, de pisotones y de mordiscos a las plantas que aguantaban sin chistar el atropello. Así que un buen día lo denuncié a la policía. Me dijeron en la comisaría que tenía que avisar al matadero municipal, que ellos secuestrarían las vacas y el vecino pagaría la pastura contra su devolución. Vinieron a arrear las vacas, pero camino del matadero sorprendí al funcionario entregando los animales a mi vecino por cuatro pesos. Fue entonces cuando resolví aplicar la estrategia que resulto súper eficaz.
La semana siguiente atropellé a las vacas con una pistola que tenía escondida en la casa. Las perseguí a los tiros por la cañada divertido como un enano. Hasta que una de ellas se puso brava, dio media vuelta y me encaró meneando su cabeza y su barrigota como un rinoceronte en la sabana africana. Me planté y le vacié el cargador mientras se acercaba a todo galope. Cayó fulminada, como caen los rinocerontes en las películas de cazadores, a un metro de donde yo estaba.
Aunque se merecía un trofeo encima de la chimenea de aquella casa, de la pobre vaca no queda más recuerdo que este relato, que cuento con el vértigo de la primera vez.