Pero lo mejor de nuestra América no son los ríos multicolores,
ni los Andes imperiales, ni los bosques dulzones del trópico. No son nuestros
padres ibéricos, ni nuestra historia común, ni nuestra heroica independencia, ni
el cristianismo popular. Lo mejor de nuestra América es la genética libertaria
de su gente que llevamos indeleble en nuestra identidad mestiza, acholada, desvergonzada,
dulce y amarga, pecadora y piadosa al mismo tiempo… pero siempre libre.
Nos distingue del resto del mundo nuestra ansia infinita de
libertad, marcada a fuego en cada célula de nuestra identidad. A los
conquistadores les bastó con tocar la tierra americana para contagiarse de una libertad
que no tenían en sus países de origen. Luego los siguieron los inmigrantes de
todo el mundo que se cobijaron en nuestra geografía. Y los que no resistían el
aire libre se volvían con la cabeza gacha a la seguridad del sistema en el que
todo está previsto.
A partir de la primera década del siglo XVII los españoles que pasaban a América traían todos El Quijote de la Mancha en su morral. Ya en la travesía leyeron a la luz esquiva de una vela que por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida. Esas ansias se mezclaron con las americanas en cuanto pisaron este suelo y ante el escándalo de los que piensan en gran parte del mundo que sin vida no se puede ser libre, al sur del Río Bravo no queremos vivir sin libertad. Esa genética se conformó en un crisol de 300 años y explotó hace ahora dos siglos, cuando fraguó la raza americana y se reveló ante el despotismo de reyes y virreyes de España y Portugal y sus plomizas burocracias.
A partir de la primera década del siglo XVII los españoles que pasaban a América traían todos El Quijote de la Mancha en su morral. Ya en la travesía leyeron a la luz esquiva de una vela que por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida. Esas ansias se mezclaron con las americanas en cuanto pisaron este suelo y ante el escándalo de los que piensan en gran parte del mundo que sin vida no se puede ser libre, al sur del Río Bravo no queremos vivir sin libertad. Esa genética se conformó en un crisol de 300 años y explotó hace ahora dos siglos, cuando fraguó la raza americana y se reveló ante el despotismo de reyes y virreyes de España y Portugal y sus plomizas burocracias.
Pero de vez en cuando, como una pesadilla recurrente, aparece todavía algún tiranito en el continente. Son la reencarnación de los déspotas de antaño, con ínfulas de virrey y ademanes de Santo Oficio. Audaces
sin fundamento que en lugar de servir a los ciudadanos se sirven de ellos, los maltratan como vasallos y los ahogan con impuestos y reglamentos. Se adueñan del gobierno y del estado, que convierten en su patrimonio. Debajo de ellos, hay siempre unos bandidos aprovechados que medran con la desgracia de la mayoría reprimida por el déspota. Ahora esos aprendices de Luis XIV han puesto a su servicio la
democracia, que entienden como la imposición a todos de las ideas de una mayoría efímera, en lugar de la convivencia pacífica de los que piensan distinto.
La buena noticia es que los tiranos tienen los pies de barro.
Desde la época de Nabucodonosor su astucia consiste en esconderlos de la vista
del pueblo. Antes lo hacían con oropeles, ahora con una diarrea escabrosa de
palabras. Los derrota la audacia y la valentía de un solo inocente que se anime
a lanzar la piedra que los derrumbe.