Una mañana de hace unos años los hermanos Waidelich se encontraron dos cachorros de yaguareté en el monte y decidieron que eran huérfanos, así que los criaron como mascotas. Otra mañana aparecieron siete vacas muertas en un potrero: algunas estaban despanzurradas; otras solo habían sido degolladas por un mordisco bien filoso. Uno o dos yaguaretés habían celebrado un festín en el corral a costa de sus pobres animales.
En lugar se salir afiebrados a matar tigres por la selva y a riesgo de seguir perdiendo animales, a los Waidelich se les ocurrió cazar vivos a los yaguaretés que acecharan su ganado. Pusieron carnada en el fondo de un tronco hueco y una trampa que tapaba la entrada al levantar el señuelo. Al tiempo, entre cazados y crías, machos y hembras, llegaron a cinco animales enjaulados, el más grande de 130 kilos. Pero no se vengaron los Waidelich de los verdugos de sus vacas. Se fueron al Ministerio de Ecología y pidieron permiso para mantenerlos en cautiverio y mostrarlos al público que quisiera visitarlos. Cobraban unos pesos por entrar y ganaron tanto dinero con los felinos como con los ovinos.
Siger era quien cuidaba y daba de comer a los jaguares, pero andaba renegando con una dolencia en los días que termina esta historia, así que se fue a Posadas al suplicio de los estudios y análisis. Ese jueves fue Horst a alimentar y limpiar las jaulas de Yaguaretania. Al oír los pasos, los mismos animales se trasladaban por su cuenta a un recinto un poco menor y dejaban hacer al amo y a la vez mucamo. No había necesidad de arrearlos: ellos iban solitos por el hambre y la fuerza de la costumbre. Horst trancó confiado la puerta de alambre tejido con un palo y se puso a limpiar la jaula silbando bajito.