Genaro Escudero era natural de Pamplona, la capital del reino de Navarra, en España. Pero vivía en el Alto Paraná, al este del Paraguay, donde tenía una estancia con buena tierra, colorada y profunda, fértil como la bendición de un patriarca.
En 1993 don Genaro donó parte de su hacienda para fundar un pueblo que albergara los servicios y viviendas para los colonos brasileños, que cada vez eran más en esa zona del Paraguay, a 150 kilómetros de la frontera con Brasil. Escudero puso una sola condición y no dio más explicaciones: el pueblo debía llamarse Iruña.
Con el tiempo fue colonia y luego distrito. Hoy Iruña tiene 5.000 habitantes, intendente, parroquia y escudo. La inmensa mayoría de sus habitantes son brasileños de origen alemán que hablan portugués y viven en Paraguay. Sus campos son los mejores del país, con niveles de producción altísimos gracias a la buena tierra y a las lluvias abundantes, pero sobre todo gracias al trabajo de esos colonos de pelo rubio y cogote colorado. Todos muestran su frente blanca cuando se sacan el sombrero para saludar y te revientan la mano al estrecharla con sus tenazas de carne y hueso. Las mujeres son fuertes y lindas como los lapachos rosados. Y los chicos parecen Hansel y Gretel que juegan a ensuciarse en las huellas mojadas de los tractores. La tierra es anilina pegajosa que todo lo tiñe de rojo indeleble. Dicen que una vez que se le mete a uno en el alma ya se queda para siempre.
Estuve en Iruña hace ahora unos trece años. Entonces el pueblo era una plaza apenas demarcada, la iglesia a medio construir, un ranchito para la autoridad, un almacén de ramos generales y algunas casas particulares en medio de pastizales. Entrar me costó lo suyo porque había que barrear durante doce kilómetros por la tierra recién llovida. Iba mordido por la curiosidad de ese nombre en este lugar del mundo. Ahora saben que no significa nada en guaraní: Iruña es en vasco el nombre de Pamplona, la ciudad de san Fermín, de los toros por las calles y la bota empinada; la de Genaro Escudero, a quien todavía no sé qué se le había perdido en el Paraguay.
En 1998 conté mi visita a Iruña del Paraguay para la revista Nuestro Tiempo, que se edita en Pamplona, donde pasé años de mi vida universitaria. La columna llegó a internet y dio sus vueltas por el espacio hasta que alguien de Iruña la encontró. Así que por culpa de las redes sociales llegué de nuevo a Iruña, esta vez invitado a la fiesta del pueblo que ya es tradicional aunque tiene cuatro años: bailes y chancho al espeto; feijoada y asado en estaca… y la sempiterna corte de promotores dispuestos a vender lo que sea a ricos productores amontonados y bien dispuestos por miles de litros de cerveza.
Pero eso no es nada. A las tres de la tarde y hasta bien entrada la noche la fiesta cambia de ritmo. Dejan de comer y beber, de comprar y vender, de bailar y jugar…
...y empiezan las carreras de tractores.