Montañita, en el Pacífico ecuatoriano, es como un pueblo de
La Guerra de las Galaxias: uno se puede topar a la vuelta de la esquina con un
gusano gordinflón de dos cabezas que le pide fuego para encender su pipa de espuma
de mar. Hace unos días volví a encontrarme con la amable sensación de que todo
puede pasar en el Tatooine ecuatoriano y me quedó claro que los miembros de la
Academia Sueca nunca cabalgaron por sus playas ni se comieron un cebiche de
camarón y corvina en una vereda de Montañita. En estos pueblos hay más candidatos premios
Nobel de la Paz que en todo el resto del mundo. Siempre pensé que quienes
realmente lo merecen son el inventor de la medialuna o el que plantó los
lapachos que florecen estos días en la avenida 9 de Julio de Buenos Aires. Y no
entiendo por qué –salvo algunas excepciones- siempre se lo dan a personajotes fabricados
por comunicólogos de cama solar y Hugo Boss.
Un día almorzábamos varios amigos en un restaurante de
Montañita, de esos de caña y aire libre, en los que nadie tiene apuro y todos nos
integramos, aunque sea por esas horas, a la misma tribu. Hablábamos de un tema
bien a propósito del lugar: de Bethany Hamilton, la gran campeona de surf hawaiana
que a los 13 años perdió su brazo izquierdo. El 31 de octubre de 2003 flotaba
con dos amigos en su tablas a unos 300 metros de la costa cuando un tiburón
tigre le arrancó entero el brazo que descansaba en el agua a un costado de la
tabla. A los tres meses Bethany estaba surfeando de nuevo las olas de Kauai.
Ahora tiene 21 y sigue entre los tiburones con un tesón que también merece el
Nobel de la Paz.
La actitud Bethany Hamilton es un ejemplo cabal para los que
se resisten a las nuevas tecnologías: los que insisten en proteger sus derechos
de autor contra los que copian sin disimulo o los que intentan tutelar la
información como un bien exclusivo que se entrega con cuentagotas, cuando se
sabe que ya es de todos. Oponerse a los cambios tecnológicos y sociales que están imponiendo las nuevas
tecnologías es como intentar parar las olas con nuestras tablas. Quizá lo
consigamos por un tiempo, pero al final nos superará y nuestro dique se irá al
diablo. Por eso, lo mejor que podemos hacer es subirnos a la ola y surfearla,
como Bethany Hamilton.
Mientras nuestra conversación discurría entre estas y otras
consideraciones por el estilo y al mismo tiempo que aparecían los cebiches, las
papas fritas y las cervezas, se nos arrimó una perrita con la cara tristona de
todos los perros que mendigan una caricia o un poco de comida. A la perrita también
le faltaba el brazo izquierdo…