Aquel año hacía fila cada quince días en el Banco del
Pacífico de la avenida Víctor Emilio Estrada de Guayaquil, para cobrar mi
salario. Era imposible prever la cantidad de gente que habría en la cola, pero
debían ser unas 50 personas, todas embretadas entre esas cintas retráctiles que
seguro inventó un pervertido en un sótano oscuro de Estocolmo. Pero más que la
habilidad del pervertido me asombraba la de los minotauros bancarios expertos
en laberintos de plasticurri expandido en salas de seis por cuatro. Todo a
propósito para que no nos colemos los que aguzamos nuestra libertad en estas
situaciones límite, apretados por las cornadas del hambre. Nos ponen uno detrás
del otro como fichas de dominó en una serpentina zigzagueante de la que no nos
podemos escapar. Así avanzamos, como un tren del que caen los vagones al abismo
a medida que alcanzan el filo del precipicio.
El hombre es un animal que hace filas, así que esos días me
vestía de psicólogo social y me preparaba para divertirme como un marciano que
observa a los humanos desde una cámara Gesell. La genética me hizo bastante
alto, por lo que podía ver a todo el mundo desde mi atalaya fortificada con
anteojos bifocales.
Un día un vecino de cola me preguntó si era
extranjero... Estaba claro que era un personaje extraño en ese colectivo,
pero no tanto por mi altura como por mi facha de sapo de otro pozo. No tenía ni
idea de cómo comportarme y no conocía los códigos de acero de los profesionales
de la fila: tipos a sueldo solo para estos menesteres. Algunos cobraban por
ocupar el lugar hasta que, al llegar al final, los reemplazaba un Master del
Universo de traje brillante y zapatos puntiagudos.
Una vez me llevé una novelita fácil para aprovechar el
tiempo mientras avanzaba la cola con su cadencia de pan y queso. Me concentré
en la lectura hasta que los 25 que estaban adelante dieron un paso hacia la
meta y quedó un espacio de medio metro que llenó de ansiedad a los 25 de atrás.
“¡Siga!” me gritaron a coro con un estruendo. Cuando los miré extrañado me
preguntó furioso uno que abusaba de su segundo de autoridad: “¿usted lee o hace
la fila?” Tuve claro desde ese momento que la fila es cosa seria y que requiere
toda la concentración del caso. Tan atentos hay que estar que no se puede
permitir la menor distracción ni propia ni ajena, como en los semáforos.
Recuerdo también un episodio que ocurrió entre dos que hacían la cola más atrás, a barlovento de las cajas. En un momento preciso uno de ellos, bien irritado, le preguntó al vecino: “¿qué le pasa? ¿es maricón?” El otro, entre atónito y furioso apenas atinó a balbucear “¿q q qué?”. “¡Me está tocando todo el tiempo!” le contestó el toqueteado que debía tener algunos complejos en el placard. Los demás esperábamos una buena pelea que terminó en nada; aborregada como todas las filas que conozco.
Recuerdo también un episodio que ocurrió entre dos que hacían la cola más atrás, a barlovento de las cajas. En un momento preciso uno de ellos, bien irritado, le preguntó al vecino: “¿qué le pasa? ¿es maricón?” El otro, entre atónito y furioso apenas atinó a balbucear “¿q q qué?”. “¡Me está tocando todo el tiempo!” le contestó el toqueteado que debía tener algunos complejos en el placard. Los demás esperábamos una buena pelea que terminó en nada; aborregada como todas las filas que conozco.