La sirena de los bomberos voluntarios de Pehuajó se oye adentro de la casa de mi hermana. El cuartel está del otro lado de la calle y cuando hay una emergencia suena con una fuerza descomunal para llamar a los bomberos que están en sus casas o en sus lugares de trabajo, según la hora del día. Gira despacio al principio como un plato en la mesa pero después se vuelve aguda y penetrante como el torno de un dentista. La cantidad de veces que suena depende de la gravedad del incendio o de la necesidad de bomberos. Ya me explicó mi cuñado que la mayoría de los llamados los lleva con sus abrelatas gigantes a la ruta 5 para sacar a los que quedan atrapados por los fierros retorcidos de los choques.
En la última Navidad andaba por Pehuajó y sonó la sirena, así que salí a mirar lo que ahora estoy contando. Ya se sabe que por genética los seres humanos no podemos dejar de mirar a los bomberos y que el fuego nos hipnotiza desde las cuevas en las que vivíamos en la prehistoria.
Segundos después de sonar esa sirena superlativa empiezan a caer los bomberos, vestidos de señores, a todo lo que da. Uno de ellos se pone en medio de la calle y ataja las motos con las dos manos con la rueda delantera amenazante entre sus piernas. Ahí mismo los paisanos se van quitando la ropa que dejan donde cae para salir en segundos vestidos de NYPD hacia las torres gemelas. Faroleros, dice mi cuñado.
Al mismo tiempo se forma una fila de autos, motos y bicicletas en la calle Landa. Tantos que vuelven difícil la salida del cochebomba. Son vecinos de Pehuajó que siguen a los bomberos como en una búsqueda del tesoro. Cuando salen los camiones colorados aullando hacia el siniestro, atrás los sigue la procesión de curiosos. Así consiguen pasar un buen rato viendo el espectáculo, que no hay muchos en Pehuajó.