29 de mayo de 2011
11 de mayo de 2011
Estancia La Guitarra
Siempre que viajo en avión elijo ventanilla porque me gusta ver el mundo. Lo atribuyo a mis genes de periodista, aunque también es cierto que ocurren muchas cosas adentro de los aviones; solo es cuestión de estar atentos.
Hace meses, en un vuelo de Buenos Aires a Santiago de Chile, descubrí entre las nubes una guitarra hecha con árboles en el medio del campo, pero solo conseguí hacer una pésima foto con el celular. Conseguí registrar que volábamos todavía encima de la fértil llanura Argentina y que iba sentado del lado derecho del avión. Intenté buscarla otras veces, pero por las razones que fuera no la encontraba: no conseguía la ventana, estaba nublado o me quedaba dormido. También la busqué en Google Earth, pero no había caso. El 5 de abril pasado el aire estaba diáfano y me tocó ventana del lado derecho. Viajé casi sin distraerme hasta que la encontré, ya con dolor de cuello, en medio de la pampa argentina. Después subí la foto a Facebook con una breve historia que encontré en Internet y me quejaba porque ningún periodista se había ocupado jamás de esta guitarra. Es que las historias existen, solo hay que buscarlas.
El 9 de mayo The Wall Street Journal publicó la foto, un video y la historia de la guitarra. La amiga argentina de un periodista de ese diario de Nueva York le había pasado las coordenadas de Google Earth y empezó a destrabar la historia de amor contenida en la guitarra que solo vemos los que vamos despiertos en las ventanillas de los aviones los días que no hay nubes.
En 1977 Pedro Martín Ureta plantó las seis cuerdas paralelas de 700 metros de eucaliptos azules –sí, son azules- en el casco de su estancia La Guitarra. Después, con dos hileras de cipreses, trazó el contorno femenino de una guitarra clásica, española. Alrededor del hueco central dibujó, también con árboles, una estrella de ocho puntas de unos 100 metros de diámetro que le recordaría a una guitarra particular. Ahora sabemos que cumplía una manda tácita de su mujer, Graciela Iraizoz (Yráizoz escriben ahora los vascos), que lo había dejado viudo ese año: murió a causa de un aneurisma cerebral cuando esperaba su quinto hijo y tenía 25 años. Un día, cuando eran felices, Graciela había adivinado desde la ventana de un avioncito un balde dibujado por casualidad en las plantas de una finca cercana. Y se le ocurrió que la propia, la de ellos, podía tener la forma de una guitarra.
Ureta, que ahora tiene 70 años, plantó uno a uno los 7.000 árboles y los defendió con uñas y escopeta de los cuises y las liebres que ramoneaban los plantines. Nunca vio su guitarra, porque no se sube a nada que vuele desde una mala experiencia de su juventud. Pero eso no le importa porque no la plantó para él sino para que su mujer sepa dónde encontrarlo cuando lo busca desde el Cielo.
Hace meses, en un vuelo de Buenos Aires a Santiago de Chile, descubrí entre las nubes una guitarra hecha con árboles en el medio del campo, pero solo conseguí hacer una pésima foto con el celular. Conseguí registrar que volábamos todavía encima de la fértil llanura Argentina y que iba sentado del lado derecho del avión. Intenté buscarla otras veces, pero por las razones que fuera no la encontraba: no conseguía la ventana, estaba nublado o me quedaba dormido. También la busqué en Google Earth, pero no había caso. El 5 de abril pasado el aire estaba diáfano y me tocó ventana del lado derecho. Viajé casi sin distraerme hasta que la encontré, ya con dolor de cuello, en medio de la pampa argentina. Después subí la foto a Facebook con una breve historia que encontré en Internet y me quejaba porque ningún periodista se había ocupado jamás de esta guitarra. Es que las historias existen, solo hay que buscarlas.
El 9 de mayo The Wall Street Journal publicó la foto, un video y la historia de la guitarra. La amiga argentina de un periodista de ese diario de Nueva York le había pasado las coordenadas de Google Earth y empezó a destrabar la historia de amor contenida en la guitarra que solo vemos los que vamos despiertos en las ventanillas de los aviones los días que no hay nubes.
En 1977 Pedro Martín Ureta plantó las seis cuerdas paralelas de 700 metros de eucaliptos azules –sí, son azules- en el casco de su estancia La Guitarra. Después, con dos hileras de cipreses, trazó el contorno femenino de una guitarra clásica, española. Alrededor del hueco central dibujó, también con árboles, una estrella de ocho puntas de unos 100 metros de diámetro que le recordaría a una guitarra particular. Ahora sabemos que cumplía una manda tácita de su mujer, Graciela Iraizoz (Yráizoz escriben ahora los vascos), que lo había dejado viudo ese año: murió a causa de un aneurisma cerebral cuando esperaba su quinto hijo y tenía 25 años. Un día, cuando eran felices, Graciela había adivinado desde la ventana de un avioncito un balde dibujado por casualidad en las plantas de una finca cercana. Y se le ocurrió que la propia, la de ellos, podía tener la forma de una guitarra.
Ureta, que ahora tiene 70 años, plantó uno a uno los 7.000 árboles y los defendió con uñas y escopeta de los cuises y las liebres que ramoneaban los plantines. Nunca vio su guitarra, porque no se sube a nada que vuele desde una mala experiencia de su juventud. Pero eso no le importa porque no la plantó para él sino para que su mujer sepa dónde encontrarlo cuando lo busca desde el Cielo.
8 de mayo de 2011
6 de mayo de 2011
Los déspotas y mi tía
Los déspotas me hacen reír con las cosas que inventan para callar a los que pueden proteger al pueblo de sus abusos. Y me dan risa porque me hacen acordar a mi finada tía Marité, que me hacía una gracia enternecedora.
Es que mi tía Marité, española y soltera toda su vida, veía mucha televisión y hacía unas gambas en gabardina fenomenales. La conocí ya grande y la veía solo cuando iba a su casa muy de vez en cuando, porque mi tía Marité vivía en Madrid y yo en Buenos Aires. Pero claro, cuando iba a España pasaba unos cuantos días en su casa, abusando de su hospitalidad y de la de mi otra tía Nieves, que trabajaba todo el santo día en unas oficinas del gobierno mientras Marité hacía las tareas de la casa y sobre todo cuidaba de mi abuelo hasta que murió. Después de fueron a vivir a Cádiz: del piso de la Avenida de Andalucía es de donde tengo los recuerdos más vivos.
Aunque estuviera sola, Marité hablaba sin parar, porque hablaba con la televisión. Si veía un teleteatro le avisaba a la chica que el novio la estaba engañando o le explicaba que así no se fríen las patatas. Como se ve, mi tía Marité vivía en un mundo mitad real mitad virtual y en ese mundo denunciaba a los malos y protegía a los buenos. Y yo debía estar del lado bueno porque nunca dejó de tratarme como un hijo en mis siempre cortas, para mi gusto, estancias en su casa.
Oía desde otra sala sus advertencias o interjecciones mechadas entre los diálogos de la televisión. Cuando llegaba la hora del telediario me presentaba en el cuarto de la tele para ver las noticias con mis dos tías. Entonces Marité se ponía malhablada. Insultaba a los gobernantes y les decía atrocidades a los periodistas. ¡Mentiroso! le gritaba muchas veces al presentador que decía algo a favor del gobierno (del gobierno que fuera, aclaro). Y cuando aparecía uno con fama de poco honesto, lo maldecía con insultos tenebrosos. ¡Puta! le reservaba a esas señoras que cambian de marido siempre por uno más rico que el anterior. A veces, indignada, se acercaba a la pantalla para gritarle cuatro verdades hasta al mismísimo rey de España.
No sé si mi pobre tía creía que esas personas podían oírla. Al fin y al cabo a todos nos pasa, sobre todo en el cine, que nos agachamos cuando la cámara se mete en un túnel o nos inclina la inercia de un auto que gira en una curva cerrada.
Pero resulta que ahora me acuerdo de mi tía Marité cada vez que oigo a los déspotas del pensamiento único de nuestra querida América mestiza. Despotrican contra los periodistas y los medios de comunicación porque para ellos eso es más realidad que lo que pasa en la calle. Les molesta lo que dicen los medios porque viven para los medios. No tienen más espejo que las pantallas de televisión ni otro retrato que el que sale en los periódicos. Su historia es la que escriben los periodistas y en las reuniones solo discuten qué dirán cuando se enfrenten con los micrófonos. Resulta que su mundo es mitad real mitad virtual, como el de mi tía. Y aclaro que estoy seguro de que, si mi tía hubiera tenido poder, hubiera estatizado la televisión y cerrado los periódicos que no le gustaban. Hubiera obligado a las revistas del corazón a decir lo que ella quería y hasta hubiera puesto a sus amigas a dirigirlas. Capaz que obligaba a los dueños a no tener otros negocios y mandaba a freír buñuelos a los periodistas que se presentaran sin combinar bien los colores de sus corbatas. Ya se ve que el despotismo no es privativo de algunos gobernantes.
La realidad no es mitad virtual y los medios no hacen más que reflejar las cosas que pasan como mejor pueden. Está probado, científicamente, que los medios no ganan ni pierden elecciones. Fracasaron todos los periodistas que alguna vez se creyeron que podían poner su industria al servicio de sus ambiciones políticas: terminaron como mi tía, hablando al aire. O como Segismundo en la torre de la Vida es Sueño; otro que no distinguía entre la realidad y las ensoñaciones. Están tan anacrónicos los revolucionarios parlanchines de micrófono y power point, que se ensañan con el viejo Gutenberg, muerto hace más de cinco siglos. Mientras, miles de millones conversan sus ideas por el sistema nervioso de la sociedad que hoy son las redes sociales y mañana quién sabe qué colador universal. Nunca le alcanzarán los dedos a los déspotas para tapar los agujeros por los que se cuela la verdad.
Es que mi tía Marité, española y soltera toda su vida, veía mucha televisión y hacía unas gambas en gabardina fenomenales. La conocí ya grande y la veía solo cuando iba a su casa muy de vez en cuando, porque mi tía Marité vivía en Madrid y yo en Buenos Aires. Pero claro, cuando iba a España pasaba unos cuantos días en su casa, abusando de su hospitalidad y de la de mi otra tía Nieves, que trabajaba todo el santo día en unas oficinas del gobierno mientras Marité hacía las tareas de la casa y sobre todo cuidaba de mi abuelo hasta que murió. Después de fueron a vivir a Cádiz: del piso de la Avenida de Andalucía es de donde tengo los recuerdos más vivos.
Aunque estuviera sola, Marité hablaba sin parar, porque hablaba con la televisión. Si veía un teleteatro le avisaba a la chica que el novio la estaba engañando o le explicaba que así no se fríen las patatas. Como se ve, mi tía Marité vivía en un mundo mitad real mitad virtual y en ese mundo denunciaba a los malos y protegía a los buenos. Y yo debía estar del lado bueno porque nunca dejó de tratarme como un hijo en mis siempre cortas, para mi gusto, estancias en su casa.
Oía desde otra sala sus advertencias o interjecciones mechadas entre los diálogos de la televisión. Cuando llegaba la hora del telediario me presentaba en el cuarto de la tele para ver las noticias con mis dos tías. Entonces Marité se ponía malhablada. Insultaba a los gobernantes y les decía atrocidades a los periodistas. ¡Mentiroso! le gritaba muchas veces al presentador que decía algo a favor del gobierno (del gobierno que fuera, aclaro). Y cuando aparecía uno con fama de poco honesto, lo maldecía con insultos tenebrosos. ¡Puta! le reservaba a esas señoras que cambian de marido siempre por uno más rico que el anterior. A veces, indignada, se acercaba a la pantalla para gritarle cuatro verdades hasta al mismísimo rey de España.
No sé si mi pobre tía creía que esas personas podían oírla. Al fin y al cabo a todos nos pasa, sobre todo en el cine, que nos agachamos cuando la cámara se mete en un túnel o nos inclina la inercia de un auto que gira en una curva cerrada.
Pero resulta que ahora me acuerdo de mi tía Marité cada vez que oigo a los déspotas del pensamiento único de nuestra querida América mestiza. Despotrican contra los periodistas y los medios de comunicación porque para ellos eso es más realidad que lo que pasa en la calle. Les molesta lo que dicen los medios porque viven para los medios. No tienen más espejo que las pantallas de televisión ni otro retrato que el que sale en los periódicos. Su historia es la que escriben los periodistas y en las reuniones solo discuten qué dirán cuando se enfrenten con los micrófonos. Resulta que su mundo es mitad real mitad virtual, como el de mi tía. Y aclaro que estoy seguro de que, si mi tía hubiera tenido poder, hubiera estatizado la televisión y cerrado los periódicos que no le gustaban. Hubiera obligado a las revistas del corazón a decir lo que ella quería y hasta hubiera puesto a sus amigas a dirigirlas. Capaz que obligaba a los dueños a no tener otros negocios y mandaba a freír buñuelos a los periodistas que se presentaran sin combinar bien los colores de sus corbatas. Ya se ve que el despotismo no es privativo de algunos gobernantes.
La realidad no es mitad virtual y los medios no hacen más que reflejar las cosas que pasan como mejor pueden. Está probado, científicamente, que los medios no ganan ni pierden elecciones. Fracasaron todos los periodistas que alguna vez se creyeron que podían poner su industria al servicio de sus ambiciones políticas: terminaron como mi tía, hablando al aire. O como Segismundo en la torre de la Vida es Sueño; otro que no distinguía entre la realidad y las ensoñaciones. Están tan anacrónicos los revolucionarios parlanchines de micrófono y power point, que se ensañan con el viejo Gutenberg, muerto hace más de cinco siglos. Mientras, miles de millones conversan sus ideas por el sistema nervioso de la sociedad que hoy son las redes sociales y mañana quién sabe qué colador universal. Nunca le alcanzarán los dedos a los déspotas para tapar los agujeros por los que se cuela la verdad.
3 de mayo de 2011
Programa en Pehuajó
La sirena de los bomberos voluntarios de Pehuajó se oye adentro de la casa de mi hermana. El cuartel está del otro lado de la calle y cuando hay una emergencia suena con una fuerza descomunal para llamar a los bomberos que están en sus casas o en sus lugares de trabajo, según la hora del día. Gira despacio al principio como un plato en la mesa pero después se vuelve aguda y penetrante como el torno de un dentista. La cantidad de veces que suena depende de la gravedad del incendio o de la necesidad de bomberos. Ya me explicó mi cuñado que la mayoría de los llamados los lleva con sus abrelatas gigantes a la ruta 5 para sacar a los que quedan atrapados por los fierros retorcidos de los choques.
En la última Navidad andaba por Pehuajó y sonó la sirena, así que salí a mirar lo que ahora estoy contando. Ya se sabe que por genética los seres humanos no podemos dejar de mirar a los bomberos y que el fuego nos hipnotiza desde las cuevas en las que vivíamos en la prehistoria.
Segundos después de sonar esa sirena superlativa empiezan a caer los bomberos, vestidos de señores, a todo lo que da. Uno de ellos se pone en medio de la calle y ataja las motos con las dos manos con la rueda delantera amenazante entre sus piernas. Ahí mismo los paisanos se van quitando la ropa que dejan donde cae para salir en segundos vestidos de NYPD hacia las torres gemelas. Faroleros, dice mi cuñado.
Al mismo tiempo se forma una fila de autos, motos y bicicletas en la calle Landa. Tantos que vuelven difícil la salida del cochebomba. Son vecinos de Pehuajó que siguen a los bomberos como en una búsqueda del tesoro. Cuando salen los camiones colorados aullando hacia el siniestro, atrás los sigue la procesión de curiosos. Así consiguen pasar un buen rato viendo el espectáculo, que no hay muchos en Pehuajó.
En la última Navidad andaba por Pehuajó y sonó la sirena, así que salí a mirar lo que ahora estoy contando. Ya se sabe que por genética los seres humanos no podemos dejar de mirar a los bomberos y que el fuego nos hipnotiza desde las cuevas en las que vivíamos en la prehistoria.
Segundos después de sonar esa sirena superlativa empiezan a caer los bomberos, vestidos de señores, a todo lo que da. Uno de ellos se pone en medio de la calle y ataja las motos con las dos manos con la rueda delantera amenazante entre sus piernas. Ahí mismo los paisanos se van quitando la ropa que dejan donde cae para salir en segundos vestidos de NYPD hacia las torres gemelas. Faroleros, dice mi cuñado.
Al mismo tiempo se forma una fila de autos, motos y bicicletas en la calle Landa. Tantos que vuelven difícil la salida del cochebomba. Son vecinos de Pehuajó que siguen a los bomberos como en una búsqueda del tesoro. Cuando salen los camiones colorados aullando hacia el siniestro, atrás los sigue la procesión de curiosos. Así consiguen pasar un buen rato viendo el espectáculo, que no hay muchos en Pehuajó.
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