Posadas es tan cuadriculada que la mano cambia en cada bocacalle: si en una los autos vienen por la derecha, en la siguiente vendrán por la izquierda. No importan subidas o bajadas ni las irregularidades del cerro Pelón. Por eso Luchín maneja en zigzag. Pasa por la derecha las que tienen tránsito desde la izquierda y por la izquierda las que lo tienen a la derecha. No disminuye la velocidad en los cruces porque con esta artimaña es casi imposible que lo choquen. Además, así sortea al bies los badenes y cunetas que se llevan los raudales al Paraná.
Luchín usa mitones de punto y cabritilla para manejar y tiene un par en cada auto, contando el camión y la camioneta, que así llama a un engendro inmenso de la Volkswagen y a una pick up Chevrolet que usan para ir a la casa de la laguna en el Yverá. El auto de carrera era uno blanco que les dejé prestado cuando me tuve que ir de viaje unos meses a España porque el poder se ensañaba con el diario.
Un buen día nos fuimos a Ituzaingó en el Honda, que no tiene más nombre que su color colorado. Ana lo acompañaba y yo viajaba atrás. Tenía el parabrisas astillado con un impacto gordo en el lado derecho: me contaron que fue una cigüeña que casi se les mete adentro cuando venían de Corrientes. Esa mañana lloviznaba y hacía frío, pero sabíamos que mejoraría el clima a tiempo para llegar al asado en la casa de la barranca de los Caamaño. Cuando pasó un ángel en un silencio de nuestra conversación Luchín prendió al radio. Daban una linda canción en francés. Después otra. Luego una voz metálica, en francés profesional, nos explicó lo que acabábamos de oír. Siguió la cortina musical. Y la météo con voz esperanzadora y esta vez en francés ansioso: lloviznas y frío, pero se espera que escampe al mediodía. La hora que dieron era casi la misma de nuestros relojes, posiblemente descalibrados. Luchín miró el suyo sin darle importancia.