Me acordé que no había comprado nada para llevar a mi casa en el aeropuerto JFK de Nueva York. Llamaban a embarcar así que me apuré y elegí rápido unos chocolates Lindt, de esos que podría comprar en cualquier mercadito de aeropuerto del mundo. Cuando quise pagar descubrí que no tenía ni un dólar en el bolsillo y me acordé con vértigo que había tirado unos 3.000 en el hotel.
Esa mañana había comprado un saco de seersucker muy neoyorquino, a rayas celestes y blancas, en Brooks Brothers de la Quinta avenida. También en ese viaje y en plena convertibilidad -un peso un dólar- había comprado algunas otras cosillas de computadora por teléfono a una tienda virtual que te venden a tu abuela y te la mandan en cajas de buen cartón acondicionada en ñoquis de telgopor. Como la plata me molestaba en el bolsillo del pantalón puse el fajo en la bolsa de Brooks Brothers. Era el 24 de junio de 1995 y esa zona de la ciudad estaba revolucionada por la manifestación anual de los gays que le hacían pito catalán a la catedral de San Patricio rodeada de policías.
Los dólares habían quedado en el fondo de la bolsa que usé para tirar el resto de papeles y los ñoquis de spyrofoam que volaban por el cuarto o se pegaban a mi ropa en las escaramuzas de mi batalla contra la valija.
Después de pagar el hotel con tarjeta de crédito me fui caminando a Grand Central Terminal a tomar el ómnibus de alumnio que tenía contratado desde mi llegada unos días antes.
En el cuarto quedó la bolsa de Brooks Brothers con 30 retratos de Benjamín Franklin en el fondo, apilados y doblados al medio con prolijidad virginiana. Y yo en el aeropuerto con apenas unas moneditas y la urgencia de embarcar...
¡Moneditas!
Salí disparado a un teléfono y marqué el número del hotel tal como estaba en la factura. Me atendió un conserje al que le pedí hablar con el gerente. No sé con quién me dieron, pero le expliqué que estaba en sus manos y que solo quería avisarles que acabada de tirar 3.000 dólares en la habitación 314. "Hold down" me pidió, mientras el finger se comía la cola de American Airlines y la estática del teléfono me mordía la columna vertebral. "I found it" me dijo al volver, como si hubiera encontrado una alpargata abajo del ropero. Entonces me prometió que giraría esa plata con un cheque a mi dirección en Buenos Aires. No me acordaba de la cifra exacta así que le dije que se quedara con el diez por ciento. Colgué y me subí el último en el avión.
Tres meses después escribí al hotel por si se habían olvidado de mi giro. Me devolvieron copia del cheque por 2.700 dólares, ya cobrado hacia tiempo en un banco de Asunción del Paraguay. Alguien había firmado con mi nombre -y con una letra horrible- en el dorso del cheque y mi plata volvía a perderse, pero ahora en la picaresca sudamericana.
Cuando se lo conté al gerente del hotel, me dijo que no había ningún problema y que me mandaría otro cheque, pero para eso tenía que hacer una declaración en la que aseguraba que esa firma tan fea no era la mía. Me fui a la embajada en Buenos Aires y me puse en la cola de los affidavit. Firmé un juramento tremebundo en el que negaba mi rúbrica para que el banco de Asunción le devuelva mi mosca al banco de Nueva York y para que los del Lexington la recuperen y me la vuelvan a mandar...
¡Jamás!
"No me la mande señor gerente, que ya tendré ocasión de ir a Nueva York a pedírsela en propias manos" le reclamé angustiado en mi siguiente carta que por suerte llegó a tiempo.
Volví a Nueva York en agosto y en octubre de 1996 y ahora ya no recuerdo en cuál de esos viajes pasé de nuevo por el Lexington. Me habían avisado que el affidavit había resultado y que de nuevo tenían mi plata billete sobre billete. Me los entregó un sij con turbante y barba negra en un sobre que decía Taj Majal Hotels. La oficina estaba muy desordenada y llena de papeles por todos lados. Cuando le agradecí y le prometía alojarme siempre en ese hotel me contestó que no podía ser: usted llegó el último día del Lexington; desde mañana será Radisson.
25 de enero de 2010
13 de enero de 2010
Celular
El viernes a las 8.15 de la tarde dejé olvidado un maletín en el colectivo 132. Me di cuenta apenas cuatro minutos después de bajarme en la terminal de ómnibus de Retiro. Volví sobre mis pasos a toda carrera a buscar el colectivo, pero ya se había perdido en la galleta de tráfico de esa hora en Retiro. Me fui a una parada a ver si venía, pero solo encontré a un inspector. "¿Qué coche era?" preguntó y siguió "¿Tiene el boleto?". Lo tenía, ya empapado por el sudor, en el bolsillo de mi camisa. Me confirmó que el coche 28 -uno de los largos- ya estaba de nuevo en el recorrido. Mientras él buscaba al inspector de Córdoba y Florida con un Nextel yo llamé a Foncho Acuña, en El Territorio, para que avisen a la boletería de Río Uruguay en Retiro que iba a llegar con retraso al ómnibus.
Cuando el inspector me confirmó que habían encontrado mi maletín y que estaba en poder del chofer camino a la terminal del 132 en el Bajo Flores, volví corriendo a la terminal. En la boletería, dos plantas arriba, me avisaron que me esperaba en la calle, dos plantas abajo, enfrente al Carrefour. Seguí corriendo. Me dejaron subir al ómnibus por la cara ya que el ticket estaba en el maletín. Cuando hablé desde mi butaca con la terminal de Nuevos Rumbos, me advirtió cómplice Alberto Pérez que el 28 llegaría a eso de las 9.30 y que vaya a buscarlo ahora, porque "estas cosas desaparecen". Sebastián Rodríguez Loredo, el encargado de Expreso Jet en Buenos Aires, fue a buscarlo y me lo envió a la oficina cuando volvía de Posadas. Llegó con todo lo que llevaba, que no eran más que papeles, unos anteojos... y el tercer tomo de Millenium, de Stieg Larson.
Ahora tengo que recuperar páginas.
Cuando el inspector me confirmó que habían encontrado mi maletín y que estaba en poder del chofer camino a la terminal del 132 en el Bajo Flores, volví corriendo a la terminal. En la boletería, dos plantas arriba, me avisaron que me esperaba en la calle, dos plantas abajo, enfrente al Carrefour. Seguí corriendo. Me dejaron subir al ómnibus por la cara ya que el ticket estaba en el maletín. Cuando hablé desde mi butaca con la terminal de Nuevos Rumbos, me advirtió cómplice Alberto Pérez que el 28 llegaría a eso de las 9.30 y que vaya a buscarlo ahora, porque "estas cosas desaparecen". Sebastián Rodríguez Loredo, el encargado de Expreso Jet en Buenos Aires, fue a buscarlo y me lo envió a la oficina cuando volvía de Posadas. Llegó con todo lo que llevaba, que no eran más que papeles, unos anteojos... y el tercer tomo de Millenium, de Stieg Larson.
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