En los partidos de fútbol de mi infancia y adolescencia mis amigos futboleros elegían a los jugadores después de sortear los turnos al pan y queso. Los que armaban los cuadros avanzaban enfrentados y alternados -uno pan, el otro queso- un pié tras otro, dedos con talón, hasta que uno pisaba al otro: ese era el ganador. Por queso nunca gané ni perdí al panqueso: era el último al que elegían y para colmo fungible. Me cambiaban de equipo en mitad del partido y mentían que era para balancear fuerzas: los que perdían pedían un jugador a los que ganaban y ahí iba yo, como un desecho, del ganador al perdedor cuando ya me había encariñado con mi escuadra. Otras veces me mandaban al arco, a ver si hacía algo con las manos ya que era evidente que no tenía habilidad con las piernas. Ahí duraba hasta el primer gol que venía irremediable con el siguiente ataque contrario. Todavía me suenan los gritos de los defensores que habían dejado escapar al enemigo: "¡Salile, salile!" Era un colador...
Nunca entendí por qué era una obligación jugar al fútbol; en el colegio, en el barrio, entre mis amigos y con quien sea. Y veían fútbol en la televisión aunque fuera el partido de Sacachispas contra Sportivo Barrufaldi. En una época también íbamos los domingos a la cancha, casi siempre a ver a River o Boca. Mientras ellos miraban el partido yo me divertía con el espectáculo y surfeaba las avalanchas que ellos sufrían por estar distraídos con el fútbol (creo que no hay más avalanchas en las tribunas: ahora hacen olas).
Podía soportar casi todo de mis amigos futboleros, menos el llanto. Nunca entendí a los que se enfurecen cuando pierden. Y confieso y declaro solemne que estos tipos tan machos y aguerridos, calzados con zapatos de estoperoles y camisetas auriazules, lloraban como marranos cuando perdían y ni saludaban a sus vencedores. Nunca lo soporté y lo siento mucho por ellos, aunque sé que no lamentaron para nada que dejara las canchas para no presenciar semejante costumbre.
No entendía y no entiendo todavía a los malos perdedores y después de años de observación he descubierto que son también malos ganadores: cuando ganan se regodean más en la humillación del vencido que en la gloria de la propia victoria. Si en los deportes se gana y se pierde debería ser tan probable una cosa como la otra y supongo que se disfruta más del éxito cuando se ha conocido la derrota. Los que solo quieren ganar pretenden que los otros solo puedan perder y eso debe ser una injusticia.
Los malos perdedores son sátrapas monopólicos del deporte. Malos compañeros y nada caballeros. Ahora los veo por televisión vestidos de Selección Nacional: señores grandes que hacen pucheritos porque salen segundos.
Ninguno de mis amigos futboleros llegó a político conocido, pero supongo que unos cuantos, iguales o peores que ellos, cambiaron de deporte cuando el músculo no les dió para más. En la política o como funcionarios hacen lo mismo que hacían en la cancha cuando éramos chicos. Son malos perdedores y peores ganadores. Solo quieren ganar y no saben para qué.