Algo genético, ancestral e impensado se coló de un modo misterioso en la política latinoamericana. Lo hizo como por ósmosis. ¿Será que se contagió porque los líderes de nuestros pueblos no se lavan las manos? ¿O es que lo que no se lavan es la boca? No lo sabemos, pero de repente apareció el insulto y se quedó con nosotros como una política de Estado: ahora lo que funciona es insultar al que esté adelante, sean militares, curas, periodistas, aborígenes o vecinos. Denigran lo que venga y en fila india de mayor a menor: a los comerciantes, a los empresarios, a los uruguayos, a los colombianos, a los artistas, a los árbitros, a los filósofos, a la universidad, a los profesores, a los judíos, a los españoles y a los gringos…, y no sigo porque se me agota la paciencia y me hierve la sangre, y a mí también me dan ganas de insultar a los que insultan y así caigo justo en lo que ellos quieren.
Tanto se ha colado la injuria en nuestro pueblo que me atrevo a afirmar que no tiene la culpa del contagio la falta de higiene ni la ósmosis sino el teléfono: esta gente se cuenta por línea directa a la noche cómo le fue con los insultos de ese día y después programa para el siguiente: “Mañana voy a ultrajar a los policías”, dice un mandatario malhablado de mil demonios a su colega boca sucia. “Perfecto, porque yo voy a vituperar a los embajadores de tal por cual”, le contesta el otro puteando en arameo.
Como el ejemplo cunde y ya es política de Estado internacional, los insultos se han impuesto desde el podio, el atril y el púlpito. Se insulta por televisión, por radio, por internet y hasta por megáfono. Se menta a la hermana y se carga a la madre y a la abuela y a toda la parentela incluyendo colaterales hasta el quinto grado de consanguinidad. Se mofan de tu cara y de tu estatura, se burlan de tus antepasados y se quedan tan tranquilos. Te calumnian, te maldicen y te denigran con palabras, como si las palabras no tuvieran valor ninguno.
Es que nuestros gobernantes se han vuelto nominalistas. Les da lo mismo decir una cosa por otra, total las palabras han perdido valor para ellos. Es igual mentir que decir la verdad y se han enmarañado en tal selva de fonemas que es indistinto decir bueno que malo, blanco que negro y rico que pobre. Pobres son ellos, de solemnidad intelectual, porque ni siquiera saben el aforismo elemental que dice que el hombre –el ser humano– es esclavo de sus palabras y señor de su silencio. Cuando abren la boca y salen sapos y culebras van encadenando su futuro y como los ciega la soberbia y jamás retroceden, arreglan un insulto con otro peor, como el tonto que se golpea la cabeza para olvidarse de que lo que le duele es el pie.
Y así estamos. Como el ejemplo cunde y los ignorantes se multiplican, aparecen maleducados por doquier. Total las palabras tienen entidad y es igual mentir que decir la verdad.
¿De quién es la culpa cuando un débil mental injuria a sus semejantes? De los que le dan mal ejemplo insultando todos los días a los que tienen más cerca. Pero eso no es nada: lo que están haciendo los gobernantes que instauran el insulto como política de Estado es crispar a nuestras sociedades hasta límites de los que no se vuelve. Si no saben que son esclavos de lo que dicen, tampoco saben que se cosecha lo que se siembra y que a las palabras no se las lleva el viento: forman una bola de nieve –de mierda, con perdón– que crece hasta tornarse inllevable y aplastar al que las pronuncia.
No hay que graduarse en ninguna universidad para saberlo, que estas cosas se aprenden en la casa. Por eso decíamos en la mía cuando éramos chicos y nos tirábamos con miguitas de pan: "así empezó la Segunda Guerra Mundial".