La muerte de Federico Peltzer, que era más pariente de mi padre por sus madres que por el apellido que compartían, me hizo acordar de mi examen de Economía Política. No sería difícil conseguir la fecha ni el nombre del profesor, de los que no me acuerdo. De la nota sí que me acuerdo.
Habíamos cursado la materia en épocas locas de la Argentina y de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Ahora sé que épocas locas son casi todas las que viví, pero en aquellos años teníamos esperanzas, aunque pasábamos a los ponchazos de la izquierda montonera a la derecha legionaria. Nos acostumbramos a las asambleas y al gas lacrimógeno y a los tiroteos y a las bombas. Un día en el bar de la planta baja repartieron armas a muchos de los presentes. A José, que tomaba una coca conmigo, lo llamaron para preguntarle que hacía con ese facho.
Rendimos Economía Política con Ricardo, un uruguayo que estudiaba en Buenos Aires porque en Montevideo las cosas andaban también complicadas. La mesa estaba convocada en el Instituto, que controlaba aquella cátedra: un entrepiso al que se accedía desde el pasillo sur de la planta principal, casi llegando al hall de pasos perdidos que da a las vías de Retiro.
La sala estaba llena de estudiantes alrededor de una mesa grande. El tribunal se había instalado a un lado, sobre un estradito en el que había una mesa más chica. En la pared de sus espaldas presidía la sala un gran mapa de la República Argentina. Nos sentamos en un banco corrido, dando la espalda a la pared lateral, a mitad de la sala. De vez en cuando hacíamos comentarios, pero nos habremos puesto cargosos porque el profesor que presidía el tribunal nos miraba de vez en cuando. Entonces nos callábamos un rato. Pero volvíamos a la charla alentados por algún error del que rendía en ese momento o para contestarnos antes entre nosotros, como en los concursos de la televisión. Los exámenes orales en la facultad eran una amansadora, pero agradezco al Cielo haber ligado más de la mitad del alfabeto antes de mi apellido, porque aprendí más oyendo exámenes que en las clases o en los libros.
¡Peltzer, haga el favor de callarse! me gritó ya cansado el profesor canoso, colorado y regordete. Y dijo algunas cosas más sobre el respeto a los profesores y estudiantes que sonaban a bochazo inminente: ahora debía enfrentarme a un profesor enojado que para colmo había hecho gala de conocerme, aunque era la primera vez que lo veía.
Subí al cadalso poco después del altercado. No tuve ni tiempo de pedir perdón ni de rezar mis últimas oraciones. En cuanto me senté, aquel hombrecito me contó que gracias a mi padre acababa de ganar un juicio descomunal... A mi padre el camarista civil que había fallado a favor de su cliente en una causa complicada. Supongo que habrá dicho que el mérito era suyo y todas esas cosas que dicen los mandapartes, pero no lo recuerdo. Si, en cambio, recuerdo que expresó su amistad con Federico -mi padre, el juez- y también que hablaba con una seguridad absoluta sobre mi filiación. Intenté con timidez aclarar el error, pero el verdugo se había vuelto tan verborrágico que no me dejaba meter ni un monosílabo. Lo dejé seguir, con vértigo de muerte, hasta que nos abocamos a la ejecución.
Me señaló entonces el mapa a sus espaldas. “Si la línea de la oferta va de Salta a Bahía Blanca y la de la demanda va de Misiones a Neuquén, ¿dónde queda el precio?” preguntó. “En Córdoba” contesté y me puso un nueve.
Supongo que el punto que falta para el diez fue la penitencia por hablar con Ricardo, porque el examen fue impecable. Con el tiempo averigüé que uno de los hijos de Federico -que mi padre llamaba Marcelo- tiene mi edad y que esos Peltzer de Adrogué, aunque sean parientes lejanos, se nos parecen bastante a los de San Isidro. En la esquela de La Nación veo dos varones que deben tener más o menos mi edad, Federico y Juan Francisco: a uno de ellos le debo toda la Economía Política. A Marcelo, mi tío, lo conocí muchos años después en Posadas, cuando vino a presentar Aquel sagrado suelo.