Aquel día me puse un traje con chaleco. Lo odiaba porque es para barrigones: tienen que quedar muy justos para lucirlos y yo era un flaco escopeta al que toda la ropa le quedaba grande. Tenía clase en los sótanos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. No había materia ni profesor más aburridos y entonces nadie se imaginaba que alguna vez aquel abogado cordobés de apellido gallego y hablar soporífero llegaría a presidente de la Nación.
Pero no me había puesto traje por el derecho procesal. Esos días estaba en Buenos Aires el rey de España y aquella mañana le regalarían el título de doctor en nada. Un honoris causa de cortesía y para que me lo des también a mí, supongo. El chaleco aquel no me debía quedar tan mal porque entré por la puerta grande, la de las columnas dóricas monumentales al final de la escalinata y las puertas musolinianas que dan al inmenso hall de pasos perdidos. Entré como Pancho por su casa hasta el salón de actos, el del cuadro de la fundación de la universidad en la iglesia de San Ignacio. Me senté en la misma butaca de pana colorada en la que había esperado el número 605 que me tocó el día de mi examen de ingreso, cuando rendí toda la historia universal sobre aquel escenario, debajo de Martín Rodríguez y Antonio Sáenz.
En la investidura el rector se afanó con mismos y vuestros como una azafata de Aerolíneas Argentinas. Después, una voz militar leyó el acta policial que estampaba el doctorado a su majestad por sus méritos sobrados en busca de la paz y la concordia de los pueblos. Luego el rey pronunció su clase magistral, preparada por el gost-writer académico. Al final se anunciaron unos sanguchitos en la sala de profesores. Era hora de dejar a los próceres en su rutina oficial, pero al salir me topé con el director del Instituto de Cultura Hispánica, amigo de mis padres. “-¡Gonzalo!”, me llamó “¡qué suerte que te veo!” y me explicó que durante los días de la visita real preparaba temas de conversación para no quedar mudo ante su majestad. Y que uno de esos temas había sido mi abuelo el general y mi madre que vive en la Argentina desde su matrimonio con mi padre. Mi abuelo había sido director de la academia militar de Zaragoza en tiempos del príncipe cadete, que se refugiaba seguido en casa del general para escapar a ciertos amontonamientos molestos de la vida militar.
Me aleccionó en el protocolo real y en la sala de profesores me presentó a su majestad, que tenía curitas en dos o tres dedos de las manos por jugar al squash y no por los flippers de palacio, según me contó después. Creo que hice todo bien porque el rey en persona me presentó a su mujer “-ven que te voy a presentar a la reina” justo cuando le traían un libro de visitas ilustres que sus majestades firmaron como Juan Carlos, Rey y Sofía, Reina.
Cuando el rector de la Universidad decidió con audacia que había llegado el momento de mostrar el edificio al nuevo doctor, solo le señaló el camino. Los reyes se pusieron en marcha hacia la puerta que después de un vestíbulo comunica con el otro gran hall de pasos perdidos, el que mira las vías de Retiro. Esas salas estaban mugrientas y llenas de estudiantes, incluida la Campesina Rusa. Los demás señorones los seguían detrás con los hombros encogidos de espanto. Se me ocurrió entonces que un estudiante sería buen guía por aquel edificio peronista. Así que me acerqué y les pregunté qué les gustaría conocer, con la aclaración presuntuosa de que nadie conocía ese edificio como yo. “Lo que tú digas” contestó don Juan Carlos y le contesté que los llevaría a mi clase.
Así fue como un día entré en mi clase de derecho procesal con un rey de cada lado y se los presenté a Fernando de la Rúa y al resto de mis compañeros.