Un fin de semana largo del invierno de 1967 nos fuimos de campamento a la quinta Canale de Bella Vista. Seríamos cinco o seis, de unos trece años. No curtíamos de boy scouts, pero lo éramos y de la patrulla de los Bisontes de la tropa de La Lucila. La moda entonces y creo que también ahora consistía en parecer zaparrastrosos y mal entrazados. Ninguno de nosotros tenía pinta de explorador y no usábamos, jamás, el uniforme.
Pero aquel fin de semana había que ganar puntos y por eso decidimos hacer algo. No teníamos un peso, así que nos aprovisionamos en nuestras casas según un plan bastante bien trazado para resistir en las carpas en Bella Vista y jugar a las cartas y cocinar polenta y hacer alguna tropelía por los alrededores y volver victoriosos para enrostrar a los Zorros quiénes eran los mejores. Entonces yo era el jefe de la patrulla por renuncia de mi antecesor.
Viajamos en tren. Primero el Mitre hasta Retiro y luego el San Martín hasta Bella Vista, que entonces se llamaba Teniente General Pablo Ricchieri. Desde allí caminamos varios kilómetros hasta la quinta, que quedaba un trecho largo después de pasar la calle Gaspar Campos, en medio del campo, como su nombre lo indica. Era una chacra de la familia Canale que el dueño prestaba para campamentos, igual que la chacra Gallardo o algún regimiento de Campo de Mayo. Hacía un frío de pelarse: como en todos los campamentos de invierno lo difícil era pasar la noche en una tienda con el olor arrugado y húmedo de meses de desván.
Cuando nos levantamos al día siguiente, entre la bruma congelada de la madrugada y el olor concentrado de pis de vaca, descubrimos que los chanchos de don Canale nos habían comido nuestras provisiones. Habían lamido los platos y las ollas como un lavadero a presión. No nos quedaba ni plata ni comida y había que aguantar hasta el domingo a la tarde si no queríamos perder los puntos ni caer en el ridículo absoluto. Así que nos organizamos como la banda de Jesse James y caímos sobre el pueblo de Bella Vista...
Había que conseguir, por los medios que fuera, algo para comer esos días. Valía todo porque la necesidad lo exigía, pero lo suyo era mendigar a los almaceneros alguna prepizza, arroz, fideos o leche que nos permitiera subsitir. Nos dispersamos al entrar al pueblo y nos volvimos a encontrar en la estación a una hora señalada para volver al campamento con lo que consiguiéramos. Todos, menos Jorge Fernández Alonso, nos dedicamos con esmero a robar cosillas de almacenes, quioscos y supermercados. Nada de polenta: chocolates, mantecol, latas de paté, sardinas... y ropa. Nos probamos remeras y nos las llevamos puestas. Jorge -a quien llamábamos Frito- se hizo amigo de un almacenero que le dio de comer en su casa y lo llenó de regalos. Allí fuimos con nuestro botín a recoger más vituallas.
Después aprendí lo que era el hurto famélico. En la Facultad de Derecho y en la estación Retiro de Buenos Aires.
Un día de 1971 volvía en tren de San Isidro a Buenos Aires bastante tarde. El hambre y las ganas de comer un buen pebete de jamón y queso se juntaron de repente, así que me senté en el banco de los grandes de un bar alargado del gran hall de la estación Retiro. Gente de la noche tomaba grapas o ginebras y hablaría de fútbol o de mujeres o de carreras de caballos con la curiosa experiencia sabelotodo de los porteños, siempre lista para nunca decir que no sabe y que tampoco tiene la culpa. Cuando me trajeron mi cocacola y mi sándwich, un chiquito que no había visto se lo llevó como un relámpago. Mi propia distracción me apartó del cuidado de la botella que se tomó su hermanita, despreocupada y lo más campante, mientras caminaba para el otro lado.
Bien hecho. Por las remeras de Bella Vista.