“Adolescentes ¿ellos o nosotros?” gritaba rebelde el título de una revista que tuve en mis manos por los años 60, cuando yo lo era sin remedio. Creo que el autor era Rodolfo Patuel, un tipo que llegó a pensar mucho y que se nos murió pronto. En aquellos días éramos rebeldes a los catorce y entusiasmaba endilgarle a los mayores su condición bastante precaria, por lo pronto más que la nuestra, a juzgar por el contenido del artículo. Al final concluía que los verdaderos adolescentes son los mayores porque les pasa lo mismo que a los que lo son por derecho propio, pero multiplicado por su edad.
Todavía los semiólogos discuten la etimología de la palabra. Parece que no viene de adolecer que según los diccionarios significa "...padecer alguna dolencia habitual; caer enfermo; tener o estar sujeto a vicios, pasiones o afectos, o tener malas cualidades, causar enfermedad o dolencia". Es decir que los adolescentes serían gentes a las que les faltan plata, aptitudes y hasta salud. Carestía de lo que fuera era lo que nos vendían entonces. Pero ahora resulta que entre los romanos la adolescentia no era una edad en la que se adolecía de algo o se sufriera. Dicen que en latín la palabra proviene del verbo adolesco, que no deriva de ad y doleo, sino de ad y oleo, un verbo que expresa la idea del ungido, "del crepitar de los fuegos sagrados; los que llevan y transmiten el fuego; el crecer, desarrollarse, desenvolverse la razón, el ardor". Los semiólogos son capaces de engañarnos a todos...
Sean tipos que carezcan de razón o de salud o se abrasen en el fuego sagrado, que es tres cuartos de lo mismo, se puede descubrir a un adolescente más por sus desplantes que por sus padecimientos. Son las respuestas adolescentes las que me están preocupando en nuestra América trasnochada de ideologías. Pero resulta que no son los verdaderos adolescentes los que las formulan.
Si fuéramos más pragmáticos mandaríamos a freír buñuelos a los que nos argumentan con razonamientos de teenagers aunque tengan edad para regalar. Como si la respuesta fuera suficiente y hasta sabia, nos quedamos tal cual, como antes de preguntar, porque no nos contestaron nada. Es la señal de los ideólogos latinoamericanos en casi todas las discusiones, igual en las cumbres de jefes de estado que en los abismos de la adolescencia nostálgica de pensamiento. Lo que resulta es un diálogo de sordos, o de mudos, que para el caso es lo mismo. Incoherencia fatal que vuelve estéril la reunión más pintada. Y así seguimos, sin avanzar ni retroceder.
Contesta como adolescente el sofista de barricada que se enfrenta con la policía que le exige que libere la ruta y argumenta que es más delito hambrear al pueblo con políticas neoliberales. Y el ideólogo de café y vino tinto que zafa con un “no le parece que debería hacerle esa pregunta al gobierno”. O el presidente que raja “usted es un mandado y se lo voy a demostrar” en lugar de contestar la pregunta con una respuesta adecuada a su obligación de funcionario público.
Pero resulta que últimamente muchos periodistas nos quedamos –me meto en el ruedo- con la respuesta quinceañera como si fuera buena y coherente. Y las escribimos en el diario o las difundimos por radio y televisión ¡como si fueran inteligentes! Cuando presidentes, gobernadores, diputados o intendentes salen con evasivas de adolescentes resulta que los periodistas no repreguntamos ni les exigimos que nos contesten la pregunta. Lo que indica que los periodistas nos volvemos a veces tan adolescentes como ellos. O peor: que nos tragamos los sapos de la política como se los tragan ellos... Nos cuadran estas magníficas palabras –también en primera persona- del viejo hijueputa de Allen Neuharth: “los periodistas nos vamos demasiado de copas con nuestras fuentes y acabamos convertidos en ellos, apresados en el síndrome de Estocolmo”.
Si. Deberíamos mandarlos a freír buñuelos en lugar de tomar copas con ellos.