Volvíamos del colegio arrastrando las tardes perezosas de San Isidro. Mi hermano mayor decidía el camino y también las paradas: mirábamos aviones para armar en la vidriera de Marietta o robábamos sin querer algún chocolate en Bonafide y hasta rezábamos en la puerta cerrada de la catedral. Al llegar a casa tomábamos café con leche y pan con manteca en cantidades que asustan. A las cinco en punto prendíamos la radio para oír una lista impenetrable de kurnikovas y estravinskis y algún Antonio perdido de tanto en tanto. La voz solemne de Radio Nacional pedía antes y después que quienes conocieran a alguno de los nombrados dieran cuenta a un número de teléfono. Aclaraba que eran desaparecidos en las guerras y buscados por sus parientes de distintos lugares del planeta. La Guerra Mundial había terminado hacía unos 20 años.
Esperábamos en vano que nombraran a Lorenzo Rubinstein, un vagabundo que vivía en la glorieta de los fondos de una casa de la parroquia que llamábamos La Fundación. Era uno de los linyeras de San Isidro, como el loco Pedro, que manejaba en alpargatas su camión de aire por las calles empedradas de adoquines, o María, la de los ojos azules y la boca sucia, que dirigía el tráfico con autoridad de mariscal. Decían que Lorenzo había sido mayordomo en la quinta de los Anchorena y que tenía derecho a habitar aquellos fondos al final de la barranca. Tenía mala bebida y pésimo genio. Reaccionaba con furia cuando lo provocábamos, que era uno de nuestros deportes de entonces. Hasta desbarrancó unos escombros desde arriba la loma con ganas merecidas de aplastarnos. A veces andaba con un cuchillo con el que pelaba las gallinas que le regalaba otro antiguo empleado de los Anchorena. Las cocía enteras, con la cabeza enganchada en el borde de la lata renegrida. Parece que don Peruca –que ahora era carnicero- también le prestaba el baño de su casa. Nunca supimos si era un criminal de guerra o un pobre enajenado por los desastres de la historia, pero muchas veces sospechamos que su locura era una cortina de humo.
Cuando hago el cálculo, me sale que Lorenzo debió nacer con el siglo veinte. La guerra lo habría pescado a los 40 en el peor lugar de Europa. Pudo ser oficial del ejército alemán, judío enloquecido por los horrores de la persecución o un eslavo perdido entre las ingenierías étnicas soviéticas. No pudimos sacarle más que ese nombre de mentira y unos pocos insultos en castellano. Hablaba mucho, solo o con nosotros, pero con palabras imposibles. Si éramos varios nos contaba uno por uno en troposlovaco. Tenía el pelo blanco y largo. Y la cara polaca, digo ahora, después de conocer la de Juan Pablo II.
Cada vez que ocurre una catástrofe se me ocurre que muchos sentirán la tentación de hacerse humo, mientras los servicios de inteligencia blanquean muertos que guardan en sus placares de acero inoxidable: unos se hacen los muertos y otros mueren por fin. Me recordó a Lorenzo el que se hizo pasar por cónsul de Chile para anunciar su muerte en el accidente se Spanair en Barajas. En todas las catástrofes habrá gente más o menos pirada que se libra de una vida acorralada y se convierte en Lorenzo, que vivía como hoy le gustaría a miles de turistas de la ecología, pero gratis.