14 de octubre de 2008

Lorenzo

Volvíamos del colegio arrastrando las tardes perezosas de San Isidro. Mi hermano mayor decidía el camino y también las paradas: mirábamos aviones para armar en la vidriera de Marietta o robábamos sin querer algún chocolate en Bonafide y hasta rezábamos en la puerta cerrada de la catedral. Al llegar a casa tomábamos café con leche y pan con manteca en cantidades que asustan. A las cinco en punto prendíamos la radio para oír una lista impenetrable de kurnikovas y estravinskis y algún Antonio perdido de tanto en tanto. La voz solemne de Radio Nacional pedía antes y después que quienes conocieran a alguno de los nombrados dieran cuenta a un número de teléfono. Aclaraba que eran desaparecidos en las guerras y buscados por sus parientes de distintos lugares del planeta. La Guerra Mundial había terminado hacía unos 20 años.

Esperábamos en vano que nombraran a Lorenzo Rubinstein, un vagabundo que vivía en la glorieta de los fondos de una casa de la parroquia que llamábamos La Fundación. Era uno de los linyeras de San Isidro, como el loco Pedro, que manejaba en alpargatas su camión de aire por las calles empedradas de adoquines, o María, la de los ojos azules y la boca sucia, que dirigía el tráfico con autoridad de mariscal. Decían que Lorenzo había sido mayordomo en la quinta de los Anchorena y que tenía derecho a habitar aquellos fondos al final de la barranca. Tenía mala bebida y pésimo genio. Reaccionaba con furia cuando lo provocábamos, que era uno de nuestros deportes de entonces. Hasta desbarrancó unos escombros desde arriba la loma con ganas merecidas de aplastarnos. A veces andaba con un cuchillo con el que pelaba las gallinas que le regalaba otro antiguo empleado de los Anchorena. Las cocía enteras, con la cabeza enganchada en el borde de la lata renegrida. Parece que don Peruca –que ahora era carnicero- también le prestaba el baño de su casa. Nunca supimos si era un criminal de guerra o un pobre enajenado por los desastres de la historia, pero muchas veces sospechamos que su locura era una cortina de humo.

Cuando hago el cálculo, me sale que Lorenzo debió nacer con el siglo veinte. La guerra lo habría pescado a los 40 en el peor lugar de Europa. Pudo ser oficial del ejército alemán, judío enloquecido por los horrores de la persecución o un eslavo perdido entre las ingenierías étnicas soviéticas. No pudimos sacarle más que ese nombre de mentira y unos pocos insultos en castellano. Hablaba mucho, solo o con nosotros, pero con palabras imposibles. Si éramos varios nos contaba uno por uno en troposlovaco. Tenía el pelo blanco y largo. Y la cara polaca, digo ahora, después de conocer la de Juan Pablo II.

Cada vez que ocurre una catástrofe se me ocurre que muchos sentirán la tentación de hacerse humo, mientras los servicios de inteligencia blanquean muertos que guardan en sus placares de acero inoxidable: unos se hacen los muertos y otros mueren por fin. Me recordó a Lorenzo el que se hizo pasar por cónsul de Chile para anunciar su muerte en el accidente se Spanair en Barajas. En todas las catástrofes habrá gente más o menos pirada que se libra de una vida acorralada y se convierte en Lorenzo, que vivía como hoy le gustaría a miles de turistas de la ecología, pero gratis.

3 de octubre de 2008

El Pichincha nos proteja

Camilo José Cela se divierte con la nuca espeluznada del protagonista de Madera de héroe, una buena novela sobre la similitud entre el coraje y el pánico. No sabía don Camilo de himnos y canciones patrias americanas y de nuestra emoción cuando cantamos el himno nacional, cada uno el suyo. Fueron épocas heroicas y románticas las de nuestros himnos, pletóricos de glorias inmarcesibles de laurel ceñidas, de faustas diademas y gorros triunfales... no entendíamos ni jota cuando aprendimos a cantarlos y eso que nos toca la parte abreviada. Todos nuestros himnos son largos y de una poesía esdrújula, pero a la vez son heroicos y libertarios y nos prometen la muerte antes que vivir esclavos. Los cantamos a voz en cuello como el primer día lo hicieron nuestros próceres antepasados: “¡Coronados de gloria vivamos, o juremos con gloria morir!”, gritamos los argentinos antes de enfrentarnos a una muerte segura -y sin pena ni gloria- contra la selección de bádminton de Singapur.

En la vieja Europa les debe sonar a herejía decimonónica: ellos prefieren vivir, aunque sea en pésimas condiciones. Los americanos mestizos, los del Sur, preferimos en cambio, que nos maten antes que no ser libres. Estoy seguro de que fue el mestizaje el que produjo semejante virtud y también la geografía de límites infinitos y la inmigración europea que se mezcló con la raza americana. Ellos vinieron buscando la libertad que no tenían en su patria. La conquistaron segundones y criminales y la poblaron los marginados por el hambre, la pobreza y la intolerancia. Juntos crearon las patrias que ahora integran Iberoamérica.

Quienes prefieren un hilo de vida como valor superlativo son los eternos amigos de las limitaciones, sean europeos, americanos o filipinos. Ellos aman los reglamentos y las cortapisas. Entre los libros eligen los diccionarios. Cuando van al campo disfrutan con los alambrados. En el estadio, en lugar de mirar las jugadas, siguen al árbitro. De la calle prefieren las líneas amarillas. Se sienten seguros entre barreras, peajes, cadenas y guardianes, y se abrigan con horarios y tablas periódicas.

“¡Orientales, la Patria o la tumba!/ ¡Libertad o con gloria morir!”, canta bizarro el coro del himno uruguayo, y sigue: “¡Es el voto que el alma pronuncia/ y que heroicos sabremos cumplir!”. El de Chile en una estrofa desenvaina la espada: “Si pretende el cañón extranjero/ nuestros pueblos osado invadir;/ desnudemos al punto el acero/ y sepamos vencer o morir”, y el coro responde: “Dulce Patria, recibe los votos/ con que Chile en tus aras juró/ que, o la tumba serás de los libres,/ o el asilo contra la opresión”. El coro del de Bolivia lo reafirma con otro juramento, también en el altar de la Patria: “De la Patria, el alto nombre/ en glorioso esplendor conservemos/ y, en sus aras de nuevo juremos:/ ¡morir antes que esclavos vivir!”. Brasil no se queda atrás y le anuncia a la Libertad, por si no lo sabe: “Em teu seio, ó Liberdade. Desafia o nosso peito a própria morte!”. “Paraguayos, ¡República o muerte!”, canta con bronca contenida el himno guaraní. El del Perú se pone serio y desafía al mismo sol: “Somos libres, seámoslo siempre/ y antes niegue sus luces el sol,/ que faltemos al voto solemne/ que la patria al Eterno elevó”.

Hace pocos años me hubiera costado meses conseguir las letras completas de los himnos nacionales americanos. Ahora los encontré en cinco minutos: maravillas de la red... Todas son impagables y las conocemos poco porque solo cantamos coros y estribillos. El del Ecuador es fantástico y es el resumen latinoamericano de nuestro eterno juramento:

Y si nuevas cadenas prepara
la injusticia de bárbara suerte,
¡gran Pichincha! prevén tú la muerte
de la Patria y sus hijos al fin;
hunde al punto en tus hondas entrañas
cuanto existe en tu tierra, el tirano
huelle solo cenizas y en vano
busque rastro de ser junto a ti.

No tengo dudas de que la libertad está a salvo en nuestra América. El que nos quiera esclavizar se tendrá que enfrentar hasta con la furia del Pichincha, pero sobre todo con las ansias infinitas de libertad de su pueblo soberano.