11 de septiembre de 2008

Monjita de aeropuerto


“Solicita-se a os senhores passageiros do vôo...” susurraban como una cantinela Paco Gómez Antón y Juan Antonio Giner cuando llegaron a Buenos Aires en 1986: se les había pegado en el aeropuerto de Río de Janeiro. Cuenta Paco en Desmemorias cómo les sorprendían en América las voces que seducen a los pasajeros en lugar de amenazarlos con rugidos españoles tallados a cuchillo.

Entonces en Ezeiza –el aeropuerto grande de Buenos Aires– buscaban al señor Carlos Soria a cada rato por los altavoces: para que se presente en la cabina de tráfico, en el mostrador de informaciones o en la oficina de objetos perdidos. La primera vez que oí su nombre pensé que Carlos andaría allí por casualidad, quizá de paso hacia otro destino o se le habría perdido a quien lo iba a buscar. También supuse que sería coincidencia de nombres con algún empleado local, hasta que un buen día me fui investigar al lugar donde lo requerían: “yo también estoy buscando a Carlos Soria”. Entonces me explicaron con un glup en la garganta que Carlos Soria era el nombre en clave para llamar a los agentes de Interpol que vagaban por mostradores y tenderetes de Ezeiza a la caza de algún tránsfuga. Pero recién cambiaron la clave cuando una vez se presentó el verdadero don Carlos Soria a preguntar quién lo buscaba con tanta insistencia.

Se llamen como se llamen los espías, más de una vez he pensado que debería denunciar un hecho sorprendente a la policía... o a la Guardia Suiza: en todos los aeropuertos de América latina hay una monjita. Como Zelig, tiene una formidable capacidad de mimetizarse: cambia de edad, de hábito y de lugar. A veces está sola y otras la encuentro acompañada por una banda de uniformadas. La veo antes de salir y me la vuelvo a encontrar en el destino aunque no haya viajado en mi avión. La he visto de azul y de blanco. También de gris, de marrón y hasta con guardapolvo igualitario de mucama, presumo que cuando va de superiora. En cambio, si anda de última generación va más oronda y de hábito generoso por las colas de migraciones o los escáners anti granadas. Cuando llego a un aeropuerto la busco con ansiedad: cada nuevo viaje pienso que esta vez no aparecerá. Pero no, ahí está en la fila de Taca: nunca en los bares ni el las peceras de fumadores a pesar de lo que digan algunos. Tampoco en el diutifrí perfumado por luengas azafatas de Kenzo.

Una vez dije esta es la mía, aquí no habrá monjita. Llegaba a una pista abierta como un tajo en la selva de la Amazonía ecuatoriana. Ya nos habíamos subido a la avioneta de seis plazas que nos llevaría a Shell cuando el piloto dejó de mover clavijas y se apoltronó en el asiento con un resoplido. Le pregunté qué pasaba y me contestó que esperaba a la monjita. Me quedé loco y empecé a mirar para todos lados: selva y sol y nubes y al fondo las chozas de los achuar. Siempre que viene un avión –me explicó el piloto- las monjitas aprovechan para mandar correo a Quito. ¿Qué monjitas? pregunté seguro de que en la selva no podía haber de ninguna ganadería. Aquella, me mostró y venía una blanquísima caminando por el medio de la pista; con un sobre manila se protegía del sol del mediodía. Y siguió el piloto: son hermanitas peruanas muy buenas que se ocupan de mantener cristianos a los pueblos donde no llegan los curas...