Llegué a El Bordo de las Lanzas un viernes, después de una reunión sudamericanista en San Salvador de Jujuy, bien al noroeste de la Argentina. Esa noche conversamos con Graziela y Darío Arias –fue la última vez que lo vi– de la Virgen que parece que se aparece en los Tres Cerritos de Salta. Me contaron con paciencia de santos todas las historias: desde el negocio inmobiliario de un senador hasta el madrinazgo de las carmelitas de San Bernardo. Al final me aconsejaron que subiera al cerro para verlo con mis propios ojos.
Al día siguiente Darío me dejó en Güemes desde donde seguí a la ciudad de Salta. A las once llegué en taxi a un playón en la falda del cerro donde estacionaban 30 autobuses y otros tantos coches. Entre los talas de la picada adelanté un par de grupos que subían la cuesta de 350 metros. Cerca de la cima me ordenaron la vida unos boy scouts con pañuelos celestes en el cuello que todos llaman servidores. Me puse al final de la cola sin saber que había que esperar horas sin moverse y sin más compañía que las mujeres de adelante y atrás. Oía sus comentarios, apenas susurrados porque los servidores no dejan levantar la voz a los presentes. Conversaban de sus experiencias anteriores: “la vez pasada me caí, pero ésta no creo que me caiga”. En un lugar que no veía no acababa nunca un rosario intercalado de canciones lánguidas e infinitas. Después el silencio fue total y empezamos a movernos muy despacio. La fila subía por un brete de palos hasta la cima y después bajaba hacia una explanada de cemento alisado. En lo más alto hay una ermita donde se venera una Virgen de primera comunión. Al lado un tala se volvió sauce llorón por los rosarios que cuelgan inútiles de sus ramas. Allí ya pude ver lo que pasaba en el rellano, mientras la cola se acercaba a nuestro turno.
Los servidores ponían en fila a los peregrinos como soldados dispuestos a una revista. Una señora ni joven ni vieja tocaba a uno por uno en el pecho, arriba del corazón. Algunos se caían redondos. Para sostener a los que se desploman varios servidores van por detrás de la fila y los acuestan en el suelo hasta que se despiertan. Algunos desmayados se pasan varias promociones de peregrinos como muertos en un campo de batalla. Una monjita pálida de cáncer, con hábito blanco y poncho gris, dormía a pata suelta y apenas intentaba levantarse se volvía a desvanecer como si hubiera tomado una dosis extra de dormicun.
La señora se llama María Livia y dice que se le aparece la Santísima Virgen. Sus mensajes, todos muy cristianos, son iguales a los de otra vidente de las cientos que hay ahora mismo en el laberinto universal de apariciones. No se si es por eso o por su negativa a presentar unas pruebas psicológicas que el obispo no le cree y tiene prohibido a sus curas promoverla. Los salteños casi no suben al cerro y algunos dicen que todo es invento de las empresas de turismo que cada sábado llenan el cerro con peregrinos y curiosos de otras provincias y ciudades. A los que les hace bien, mejor para ellos, dice el obispo.
Si me hubiera caído al suelo cuando me tocó María Livia habría sido por el hambre. Milagro por milagro prefiero uno que desafíe la gravedad, como volverme bueno o salir volando. La Virgen del Milagro, que se venera en la ciudad desde 1592, cambia en bendiciones y milagros de verdad las flores y oraciones de miles de salteños que la visitan todos los días. Ninguno se desmaya ni hace cola en un brete de palos de tala. Desde 1692, cuando los salvó de un terremoto, la pasean por sus calles el 15 de septiembre. Aunque no la dice, supongo que es la razón más fuerte del obispo.