Los aviones están fatal; no se si es por culpa de Bin Laden, de George Bush o por las tiendas de los aeropuertos que exprimen el aburrimiento. Hace diez años había tres vuelos diarios entre Buenos Aires y Posadas; hoy viaja solo uno. Con suerte y a las cansadas te lleva el día viajar esos 1.000 kilómetros. Los altavoces demoran los aviones con dulzura sensual y los reprograman como si fuera cuestión de ñoquis por arroz con pollo. En la Argentina la red ferroviaria era tupida y sólida hasta que un iluminado desamortizó en dos meses la inversión de cien años. Se pudrieron los durmientes y herrumbraron las vías, los terraplenes criaron lechuzas y los puentes se volvieron muelles de pescadores y los túneles abrigaron vagabundos y las estaciones humillaron su pasado británico de cenefas y campanas.
Será por eso que los autobuses de larga distancia son jumbos de dos plantas que vuelan por la llanura con luces de neón. Los asientos regordetes se tumban como la primera clase de Lufthansa y las azafatas se afanan con platos de ravioles y canilla libre de champán. En los ómnibus se duerme con el abandono soporífero de las carreteras de llanura y girasol: nada que hacer más que rodar y leer y dormir y rezar y mirar cómo se pone el sol y cómo vuelve a salir con medialunas calientes y manta escocesa y otra película más.
Poco después de Semana Santa viajé de Posadas a Buenos Aires en un meteoro de doce ruedas. Me despertaron pasos en el pavimento y un murmullo lejano cuando el amanecer se colaba por el velcro de las cortinas. Llevábamos horas trabados en un corte de ruta, cerca de Gualeguaychú, en la provincia de Entre Ríos: parados en medio de una vía láctea de autobuses alumbrados por el sol oriental. En la otra mano de la ruta la cola de camiones descansaba a la sombra de los autobuses. Sus conductores tomaban mate o paseaban comentando las formidables bondades de sus cargueros de largo aliento. Caminé un rato entre las dos filas y por las banquinas y llegué hasta el piquete que represaba el tránsito con rastras de carpir. La encuesta de opinión pública me dio nadie enojado. Ya sumaban unos quinientos cortes en todo el país en contra de las retenciones a las exportaciones agrarias decretadas por el gobierno central para recaudar, recaudar y recaudar.
Los cortes del campo contra el gobierno duraron 21 días. La pulseada crecía a ritmo de crispaciones. Faltó la carne y la leche en los supermercados. No había queso ni dulce de leche ni frutas ni verduras ni helado de limón. El aceite a litro por cabeza y los combustibles solo de a 50 pesos y nada de tarjetas. Los barcos fondearon en fila en las bocas de los puertos y a cada discurso amenazante de la presidente, miles de personas contestaron golpeando sus cacerolas por las calles de las ciudades. Nadie lo organizó ni se subió a la ola del descontento.
La Argentina parece huérfana de destino, pero lo que necesita es tiempo y un poco de paciencia. Quizá el campo le regale al país otro Justo José de Urquiza, el estanciero entrerriano que se opuso al poder central de Rosas en 1850 y fundó el país próspero y federal que alimentó al mundo hasta mediados del siglo pasado. Mientras aparece hay que seguir sembrando, pero para alimentar la manga de langostas que desde entonces devora su esperanza.