La provincia de Corrientes está bañada por esteros interminables. La tierra firme es una sabana de palmeras, espinillos y pequeños bosques de monte nativo que llaman islas, isletas o capones. Cuando no hay sabana ni monte, el paisaje se vuelve una llanura de agua hasta el horizonte. Engañan los camalotes y juncales. Los embalsados son islas flotantes, tierra que viaja, con pasajeros inocentes como carpinchos y venados. Hay quienes vieron pasar ranchos con su dueño. En la Villa Adelaida el agua tiene gusto a hierro oxidado, la tierra es arena colorada y en verano hace un calor dulce y espeso: huele a dátiles, a zapallo y a choclo, como una lejana carbonada. En cuanto llegábamos a la estancia, la cocinera se ponía a hacer dulce de leche para todos; para eso instaba a su hija afuera de la cocina, al aire libre, en un fogón improvisado en el piso. Allí revolvía durante horas la olla donde se cocía la leche con azúcar. La minoría es la casa de los peones y la mayoría la del patrón. En las estancias correntinas la cocina es un edificio aparte, como un polvorín. El charque se ahúma en el techo al resguardo de las moscas.
Los chicos de la casa odiábamos la siesta porque nos obligaban a dormir. Ahora pienso que era una artimaña de los mayores para no preocuparse por nuestras diabluras mientras ellos roncaban a pata suelta. Todos los días inventábamos una fórmula para burlar la estricta custodia de María Luisa, la tía viuda por cuyo cuarto debíamos pasar para escapar a la libertad. A esas horas el calor pesaba como un muerto. Nos metíamos en los secaderos de tabaco y armábamos unos cigarros descomunales enrollando las hojas: la sensación de libertad se multiplicaba a cada pitada que dábamos con los ojos medio cerrados por el humo. Todavía me zumba en los oídos la conversación de las chicharras en la siesta correntina: cuando se callan oigo el murmullo intermitente de las palomas.
A la tardecita, cuando el sol aplacaba su castigo, nos íbamos a la laguna. Antes de meternos en el agua debíamos espantar las palometas. Removíamos el agua a pedradas desde la costa y de paso ahuyentábamos también algún yacaré que se movía perezoso hacia otro lugar donde pasar la noche. El agua estaba rica y el vértigo de ser mordidos ni nos preocupaba mientras estuviéramos en movimiento o en la balsa que no terminábamos de componer: las palometas son pirañas solitarias que muerden bravo a los animales. El resto del día lo pasábamos arriba del caballo, casi siempre acompañando a los peones en su trabajo: arrear ganado, cortar y acarrear dátiles para los chanchos, buscar sandías, pesar balas de tabaco... Un día arreamos de vuelta a casa a los gansos que habían escapado al otro lado de la laguna. Los sapos cururú son compañeros solemnes en todas las galerías correntinas y a la noche se atolondran debajo de las lamparitas a zamparse miles de insectos idiotizados por la luz.
Ese verano hubo seca. El calor apretaba y bajaba el nivel de las lagunas. Cuando la situación se volvió crítica, María Luisa nos convocó a todos a rezar el rosario para pedir agua al Cielo. Nos sentamos en círculo a la sombra de un chivato: vinieron también los hijos de los peones y del servicio de la mayoría. En el cuarto misterio cayeron las primeras lágrimas pesadas en la arena picada de verdolagas. Subía el olor narcótico de la lluvia cuando nos refugiamos en la galería del diluvio que organizamos con avemarías. Entonces María Luisa empezó el quinto misterio.