El canal Vinculación une los ríos San Antonio y Luján en el Delta del Paraná, apenas a 50 kilómetros del centro de Buenos Aires. Es el camino obligado para los yates, barcos y lanchas que salen de los puertos de San Fernando y Tigre hacia las islas del Delta: un inmenso laberinto de ríos y arroyos que forman el Paraná y el Uruguay antes de convertirse en el Plata, que los conquistadores llamaron Mar Dulce porque no podían creer que esa enormidad fuera un río. El Delta es otro mundo surcado por embarcaciones: lanchas veloces, yates de crema pastelera con señores solemnes tocados de capitán, chinchorros, balandros, veleros al viento con sus spinakers, genoas, foques y mayores. El espectáculo del Vinculación en las mañanas soleadas de los fines de semana es para alquilar balcones (o cubiertas): ahí navega con sus gallardetes al viento la flor y nata de la crisis argentina. El canal es un concurso de estelas que provocan una marejada capaz de hundir al Poseidón.
Una linda mañana de domingo de agosto de 1982, salí a remar con Félix Racca, un amigo poco náutico pero bastante aventurero. A pesar de ser pleno invierno no hacía frío. Entonces era socio del Rowing Club, un club de regatas muy inglés, situado sobre el río Luján, en el Tigre. Salimos en un doble par con timón, pero no llevábamos timonel. Es que también íbamos con una agenda secreta y prohibida: en esos días ensayaba una vela de quita y pon para travesías más largas por el Delta del Paraná. Para eso necesitaba el timón y toleteras que me permitieran fijar los obenques. El palo estaba desarmado en segmentos que se encastraban y cabía, junto con la vela, en un bolso en el que también llevaba algo de comida y un abrigo.
A pesar del buen tiempo ni se nos ocurrió que aquel domingo saldría tanta gente a navegar. Quizá por eso nos metimos en el Vinculación en lugar de remar por riachos más calmos rumbo al estuario del San Antonio, que era nuestro destino. El canal se llenaba de barcos y la marejada entraba por las bordas sin darnos tiempo a achicar. En segundos el bote se llenó de agua y se dio vuelta. Flotaba pesado y desarmado entre las estelas y los barcos que surcaban el Vinculación sin siquiera mirarnos. Por fin un yate se acercó: el piloto nos echó un salvavidas atado a un cabo del que se agarró Félix, mientras yo intentaba recuperar las partes del bote que flotaban por el agua: remos, carritos móviles, timón, bichero... temía el reto que me daría el capitán del club si perdía algo. A duras penas conseguí darlo vuelta y meter todo adentro del casco anegado. Llegué hasta la orilla como un condenado a trabajos forzados. En la isla achiqué el agua y lo volví a armar. El bote se salvó completo, pero la vela, la ropa y los sandwiches se fueron a pique. Volví al agua a reunirme con Félix que esperaba tomando algo caliente en el yate que había fondeado cerquita.
Amarré el bote al yate y subí a cubierta. Félix me hacía gestos con los ojos pero no lograba descifrar su mensaje. Nuestro anfitrión era el Jefe de la Armada Argentina que paseaba con su mujer; un barco de la Prefectura lo custodiaba discreto. La Guerra de las Malvinas había terminado dos meses antes y el almirante había sido el principal impulsor de la reconquista de las islas: una gesta que abusó del sentimiento de los argentinos para perpetuar una dictadura en retirada. El General Galtieri le había comprado la estrategia que, si salía bien, lo subiría al panteón de los próceres y lo mantendría en el sillón de Rivadavia por unos cuantos años. Con papas fritas de paquete y un vinito reparador el almirante nos contó que, después del hundimiento del viejo crucero General Belgrano, decidió guardar la flota en puerto. Confirmé entonces que habíamos peleado una guerra naval mezquinando la flota para no hundirla. Para colmo el almirante nos dijo también que habíamos estado a punto de ganar la guerra: ahora sabía que si aguantábamos unas horas más los ingleses se retiraban vencidos...
El único que seguro no gana la lotería es el que no compra billetes. No usé esta metáfora, pero dije algo parecido y cambiamos de tema para no arruinar la hospitalidad. El almirante no podía ignorar que las guerras se ganan matando y muriendo. Al final de las batallas los valientes que pierden y sus buques están más cómodos en el fondo del mar que en la vergüenza del puerto. Casi no quedaron aviones de combate en la Argentina al final de la guerra, mientras que la Armada solo perdió un crucero que se había salvado de Pearl Harbor en 1941 y un pequeño aviso. El almirante lo sabía 40 años antes, cuando preparó el primer plan de recuperación de las Malvinas. ¿Porqué guardó la flota? Muchos sospechan, pero ya nadie lo sabrá porque murió el 9 de enero de 2008.
Igual le debo el salvataje. La ropa que nos prestó se la devolvimos limpia con un ramo de flores para su mujer unos días después del naufragio.