La anteúltima vez que estuve en casa de los Ramírez en Madrid comimos pimientos rellenos. Los cocinó Pablo mientras Mica cuidaba de Gabriela, recién nacida. Tanta habrá sido mi admiración que Pablo me regaló un bote ahí mismo. Era un frasco de conserva, cilíndrico y con tapa de latón, lleno de pimientos del Piquillo apretujados en aceite de oliva.
En ese mismo viaje almorcé con Carlos Soria en Puente la Reina, donde probé, una vez más, esas lenguas de Lenín y terciopelo acomodadas en el plato como una flor de Navidad. En Tarragona me volví a encontrar con los pimientos cuando cené con Toni Piqué en un gracioso restaurante que no tiene cocina sino abrelatas y sacacorchos: solo dan comidas en conserva con estupendos vinos de la tierra. Llegué de nuevo a Madrid con el tiempo justo para subirme a un Easy Jet que me dejó en Londres. Los pimientos de Pablo siguieron viaje en el fondo de la maleta y me acordé de ellos cuando desempaqué en casa de Alfredo Triviño.
Olvidé el frasco en un cajón, debajo de una cama sofá que tienen en la sala de estar. Allí los había puesto al llegar, al abrigo de los juegos que sus niños, que entonces eran dos. Me di cuenta en Buenos Aires cuando los eché de menos unos días después de llegar. Le advertí a Alfredo que allí seguirían para que dieran cuenta de ellos, pero al ver la fecha de vencimiento decidió que había tiempo para comerlos juntos en otro viaje.
A fines de noviembre regresé a Londres sólo por unas horas para ver a Pelle Tornberg. Perdí casi todo el tiempo en volver por un paraguas prestado que dejé en el guardarropa de la National Gallery, donde me refugié del aguacero de las once. También perdí mi teléfono: lo recuperé en la catedral de Westminster cuando volvía a la estación Victoria a tomar el tren a Gatwick. Me esperaba custodiado por un guardia que en ese momento almorzaba un estupendo sandwich a dos manos en su oficina debajo de la torre. Me señaló con el dedo meñique el cajón de su escritorio donde guardaba objetos perdidos, casi todos anteojos que claman por sus dueños como mascotas desamparadas.
Volvía con los pimientos en mi mochila. Pero en Gatwick resolvieron que era una peligrosa bomba de tiempo. En lugar de fusilarme, me mostraron un gran cesto donde podía dejar el bote para que algún artificiero de la policía secreta británica arriesgara su vida entre pomos de crema antiage y desodorantes en aerosol. No pensaba desprenderme de los pimientos ni en broma, así que volví sobre mis pasos para despacharlos como equipaje en el mostrador de Easy Jet. Improvisé el embalaje con unos pedazos de cartón de una caja vieja y el pegote para identificar las maletas. Una azafata mofletuda y anaranjada me entregó el resguardo entre solemne y divertida y dejó mi bote en la cinta transportadora. Llegué al avión cuando cerraban la puerta y me senté como pude entre dos gordas que comían galletitas sin parar. En Madrid me reencontré con mis pimientos, que ni explotaron ni se convirtieron en Allien: aparecieron entre unas maletas en las que cabía Bin Laden en carne mortal.
Todavía faltaba la prueba de fuego: el aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires. Unos perritos bastante ridículos de la temible Senasa -la Stasi de la bromatología local- correteaban entre las maletas a contracorriente de la cinta giratoria. Descubrieron butifarras y ensaimadas que los agentes secuestraron implacables ante el llanto de sus dueños. Después vino el escáner de la aduana, buscador de tecnología de punta mal habida. Un fisgón de pantalla encontró el frasco escondido entre mi ropa arrugada y me ordenó que abriera la valija. Fue directo al bote con su mano enguantada de paramédico y me lo mostró con aire pícaro y hambre de pimientos. Le conté la historia y me perdonó la vida. Un buen día nos los comimos en mi casa de Buenos Aires rellenos de carnecita y bechamel.