Viajé de Guayaquil a Lima a la tarde del 26 de agosto, cuando ya anochecía. Llegué a las 10 de la noche y seguí viaje a San Isidro en un carro de la radio que me fue a buscar al aeropuerto y me acercó hasta un departamento en la avenida Angamos y Francisco Tudela. Cuando llegamos, cerca de las doce de la noche, no había portero ni nadie que supiera qué hacer para entrar. El chofer era un tipo divertido y metedor, de esas personas que uno contrataría para lo que sea. Debía tener ganas de irse a dormir porque apretó sin remilgos todos los botones del intercomunicador de la puerta de calle. Solo contestó una señora que le dijo con una paciencia de santa que no había portero ni modo de abrir ese departamento que no fuera con la llave. Llamé por teléfono a la radio: en la guardia tenían un sobre con mi nombre. Fuimos para allí. Adentro del sobre de papel manila había un mapa, un juego de llaves y 400 soles. Después de varios intentos conseguí abrir la cancela y despedí al coche y a mi amigo el chofer. Pero en la puerta del 3º A, no hubo caso: no pude abrirla ni girando la llave a la inglesa o a la francesa. Por hacer palanca casi la rompo. Maldije la idea de mis anfitriones de instalarme en un piso para ahorrar un poco de plata: un hotel es tanto más hospitalario para una visita de pocos días.
Debía ser la 1.30 cuando me di por vencido y decidí buscar un hotel. No pasaba ni un alma por la calle así que me disponía a buscar en el mapa cómo llegar hasta el Olivar de San Isidro donde me alojé otra vez en un hotel muy agradable. Había caminado unas dos cuadras cuando apareció un taxi vacío: no se si fue buena o mala suerte, porque cuando me subí encontré una billetera de mujer en el asiento de atrás. Tenía dinero, documentos y tarjetas de crédito. Antes de llegar al hotel -que ahora se llama Sonesta Posada del Inca El Olivar- cometí el error de contárselo al taxista. Me porfió que debía dársela a él y que era su botín: había aparecido en su auto y por tanto era suya. Le intenté explicar que no era así: desde tiempos de los romanos las cosas son del que las encuentra solo si no son robadas ni perdidas y esa billetera clamaba por su dueña con cuatro documentos que lo certificaban. Además, en todo caso era mía por haberla encontrado, aunque fuera en su carro. Para colmo estaba seguro de mi intención de devolverla y dudaba de la del taxista. Eran las tres de la mañana cuando le pedí intervención al agente de seguridad del hotel ante el acoso del taxista que no pensaba perderse la billetera. El hombre me dio la razón y se las arregló con el chofer. Por suerte había lugar en el Sonesta, por 200 dólares que me chuparon de la Visa para dormir cuatro horas. Le encargué a la conserje que se asegurara de encontrar a la propietaria de la billetera, se la dejé y me fui a dormir agotado. A la mañana la conserje me aseguró que la habían devuelto a una empleada del casino del óvalo Gutiérrez. Ojalá sea cierto.
Al día siguiente saqué mis cosas del hotel y volví al departamento. Me recibió la dueña que ya estaba adentro y a quienes habían advertido de mi percance. Aseguró que la puerta se abrió sin problemas, pero nunca le creí: pudo entrar por la puerta de servicio de la que yo no tenía llave. Una traba de hierro que cruzaba de lado a lado estaba levantada. La señora había abierto todas las ventanas y corría un viento helado por adentro del piso. Cuando empecé a cerrar las ventanas se molestó un poco. Por fin, cuando se fue, terminé de cerrarlas. Entonces me di cuenta de que el departamento olía a pis de gato.