En mi país están prohibidas las corridas de toros, pero para salvar al toro, que no al torero. También vedaron las peleas de gallos, dicen que no es por los animales ni por la violencia (ni más ni menos que una pelea de box). Parece que en los reñideros se armaban unas bataholas descomunales por culpa del aguardiente: hubieran prohibido el alcohol... Pero hay peleas magníficas en pueblos y ciudades del interior, con el vértigo de lo prohibido. Los galleros son el comisario, el juez y el cura. Un mendocino, entonces ministro de Educación de la Nación, fue el primero que me habló de su afición prohibida por los gallos de pelea. Pero recién en la costa del Ecuador vi por primera vez cómo dos gallos se matan a patadas y picotazos. De estos gallos viene el dicho “este es mi pollo” que usamos en América cuando estamos orgullos de un candidato a lo que sea y que se nos complica en España cuando se trata de una mujer.
Son razas originarias de Sumatra y de Calcuta. Pollones que parecen faisanes, elegantes y gallardos. Se vuelven temibles cuando suponen que el de enfrente les ha robado su gallina, o les veda el camino al gallinero. Por eso los tienen a palo seco, enjaulados, hasta que se ponen bien ariscos de tanto esperar. En ese tiempo el gallero les da de comer ración de batalla, les despluma muslos y patas, les recorta la cresta y los entrena en el arte de la guerra. Los gallos veteranos tienen cicatrices y mataduras para regalar. Entendí entonces porqué se oye cacarear casi en el centro de Guayaquil: los crían hasta en los pisos y terrazas de los rascacielos.
En el diario me enteré que había riña en un galpón de Mapasingue Este, abajo del cerro y cerca de la vía a Daule. Costó encontrarlo porque no tenía ningún cartel, pero preguntando se llega al fin del mundo. Además alteraba la siesta la bulla de los apostadores que rebalsaba por encima del muro junto con el olor de la fritanga.
Los galleros son gritones y las galleras son los reñideros, legales y públicos en esta parte del planeta. Se paga entrada, aunque sean galpones desbaratados y mugrientos. Los palenques empiezan al mediodía de los domingos y se gastan la tarde entre gritos, cacareos y sollozos. Jugaban unos pocos dólares en una apuesta que se desempareja con la pelea y con los aullidos y abucheos. Se apuesta de palabra y se paga al terminar, de memoria. Ahí empieza la pelea entre galleros.
Les atan una espina de pescado en las patas, sobre el dedo de atrás, como una espuela; en otros lugares usan espolones de acero. El color de la cinta adhesiva con la que pegan la púa los distingue para las apuestas. Los azuzan un poco, les soplan aliento de aguardiente y los largan al ruedo bastante escupidos. Después de meses encerrados en una jaula, sin ver una gallina ni de lejos, se matan porque creen que la culpa es del otro. Son dos boxeadores mancos que se destruyen a picotazos y patadas voladoras en un ruedo de tres o cuatro metros de diámetro. Espeluznan las plumas del cuello y se miran con un odio que asusta. Vuelan para hincarle la espuela en el lomo al contrario. Si lo consiguen es un golpe mortal. Entre picotazos, cacareos y desplumes se pasa la pelea. Pierde el que muere, o queda inválido. El patrón del perdedor se lleva entre gruñidos los restos doloridos y convulsos de su pollo, que mueve las alas con espasmos para mostrar que está vivo.
El gallo ganador no sabe si sigue en este mundo o pasó a mejor vida porque su dueño lo levanta y lo abraza como los jugadores de fútbol después de un gol. Grita y lo besa y acaricia en lugar de llevarlo de una vez al gallinero o al hospital. Al final tiene su premio y vuelve a ser el amo del mundo, rodeado de su harén de gallinas pechugonas... pero por poco tiempo, hasta que se prepare la próxima pelea en la que volverá a matar o morir para la gloria o el escarnio de su señor.