11 de febrero de 2007

Air Madrid

Gasté dos días enteros en un seminario en Madrid. ¿En Madrid? Bueno, en el hotel Auditórium, en la carretera de Aragón, camino de Alcalá y pasado el aeropuerto de Barajas. Lejos de todo y cerca de nada. El hotel es una prisión para congresistas, con wifi débil, abundante catering y bastante mal gusto. Pero eso no era nada en comparación con otra realidad patente y dramática que convivía con nosotros en el presidio. Los seminaristas, casi todos nórdicos y eslavos, se perdían entre una multitud de iberoamericanos que invadían la cárcel de cinco estrellas: miles, sin exagerar, por todos lados, deambulaban por corredores y salones como zombies de una era desconocida. Formaban colas para entrar y salir, para comer y para subir al ascensor. Los descargaban de autobuses y los llamaban por número de vuelo. Salían esperanzados al aeropuerto, pero al rato volvían descorazonados a hacer otra vez la cola en el mostrador del conserje. Eran náufragos de Air Madrid. Huérfanos mansos del overbooking y la estafa. Ni un grito, ni un enojo. Es la resignación sabia de los pobres: cuando no se gana nada con protestar no hay ninguna necesidad de enojarse. Será por eso que nos asombra que en España usen la bocina del coche para insultar.


Air Madrid todavía volaba, pero ya estaba en las últimas. Dejó 100.000 pasajeros varados, casi todos latinoamericanos que solo podían viajar en una línea de bajo costo. No van a España a disfrutar de los museos ni de la buena mesa. Van a ver a sus maridos, mujeres e hijos, o a intentar quedarse para siempre. Las desigualdades y la escasez de nacimientos producen el flujo imparable. La primera vez que viajé a España los coches eran todos iguales, feos y grises; el papel higiénico raspaba, se tiraba la cadena y el teléfono tenía disco. Franco mandaba como un príncipe del Renacimiento, con guardia mora y palio en las procesiones. Los españoles todavía se escapaban, cuando podían, a los horizontes eternos de América. Joaquina, la mucama de mi infancia en Buenos Aires, era española. En 30 años todo cambió y en otros 30 volverá a cambiar. Ahora los argentinos, retobados en su patria, son serviciales en los bares de Madrid y Barcelona. Hay un hueco que llenar en lo más bajo de la pirámide y no hay dique que pueda contenerlo.

En el viaje de vuelta me tocó un lugar en el fondo del jumbo, solo en la fila de cuatro asientos: iba a viajar mejor que un duque en primera clase. Cuando estaba todo el mundo en su sitio, el avión se llenó de ansiedad: pasaron unos 15 minutos de silencio hasta que se abrió le puerta de atrás. Con el aire fresco del otoño madrileño entró una fila de bolivianos que ocupó los asientos libres y mi suite imperial de cuatro plazas. Eran deportados. Se los veía tranquilos y contentos: habían agotado su sueño europeo, pero volvían con pasaje gratis a sus casas y a su tierra. En Buenos Aires los acorralaron y metieron en otro avión que seguía viaje a Santa Cruz de la Sierra.

Pensé con pena en los españoles del presente, los que deportan su pasado y su futuro porque prefieren un presente sin remordimientos. Quién los cuidará cuando estén mayores. Quién paseará a los niños y les enseñará a rezar, como hacía Joaquina con nosotros. Quién les cantará canciones y les contará historias. Quién les alegrará la vida con su música y sus bailes. Quién los despertará un día del tedio del bienestar con el ritmo loco de la salsa, el tango y la marimba. Quién jugará al fútbol por ellos en el Barça, el Valencia o el Real Madrid. Quién ganará sus medallas y besará llorando sus trofeos. Quién los servirá en los restaurantes. Quién los recibirá en el portal de su casa con una sonrisa cuando llegan del trabajo o del guateque. Quién criará su ganado, trabajará su tierra, se llevará su basura, limpiará sus miasmas, hará los mandados, irá a la guerra. Quién morirá por ellos en el estacionamiento de la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas.