El calor atolondraba aquel domingo de octubre en Posadas. Pasé la mañana buscando al jefe de la sección política del diario por los hospitales de la ciudad. Casi lo alcanzo en el Madariaga, pero cuando entré en la guardia de emergencias me dijo un policía que se había ido hacía cinco minutos. “¿Cómo estaba?” Le pregunté. “Vomitaba sangre”, me contestó. Salí sin rumbo, como para encontrarlo por casualidad. Otro periodista lo acompañaba desde que un guardaespaldas del gobernador le reventó la barriga de una trompada para abrirse paso hacia el colegio donde votaba. Lo llamé. “¿A dónde van?” le pregunté. “Al diario” me contestó Martín como si fuera lo más natural, y siguió: “Después de vomitar, Fernando se siente mejor”. “Dame con él” le obligué. “¡Estás loco! Te vas ya mismo a un hospital, al que más te guste”. Me explicó tosiendo que estaba bien y que no se había anotado en esta pelea para verla desde una cama. Días después el gobernador acusó a los periodistas de no dejarle ejercer sus derechos. Se plebiscitaba un cambio en la constitución para permitir la reelección eterna del Supremo y el Hombre estaba dispuesto a ganar como fuera. Todos estaban a su favor: jueces, intendentes, legisladores, ministros. Todos, menos el pueblo. Solo nuestra encuesta lo daba perdedor, las demás estaban compradas por el gobierno.
En la semana habíamos encontrado 31.000 documentos sin entregar en el Registro Provincial de las Personas; casi el diez por ciento de los que irían a las urnas. En la Argentina es obligación sacar ese documento a los 18 años. Ante los reclamos de los ciudadanos, explicaban que no habían llegado todavía de Buenos Aires. Pero no era así: durante más de 24 meses los acumularon en esa dependencia para una ocasión como esta. Estaban terminados y listos para entregar a sus dueños: solo les faltaba la foto, que lleva el interesado y se sella con una hoja autoadhesiva transparente en el momento de la entrega. Los punteros políticos pagan hasta 150 pesos por cada voto a jóvenes necesitados de dinero. Con diez fotos, cualquiera que cuadre con la edad y el sexo del documento, puede votar todas las veces que pueda y sumar un buen sueldo; después los queman. Será para permitir el fraude que los argentinos llevamos un documento que parece el salvoconducto del Doctor Zhivago. No hay voto electrónico, no se entinta el dedo de los votantes y está prohibido difundir encuestas a boca de urna hasta dos horas después de cerrados los comicios.
Almorzamos tarde y con buen vino, también prohibido en las fechas electorales. Como nuestros teléfonos estaban “pinchados”, se nos ocurrió llamarnos entre morcilla y matambre para filtrar las cifras de la encuesta de boca de urna al servicio de inteligencia del estado: la diferencia era de catorce puntos a pesar del fraude, mermado por las denuncias del diario.
Cuando terminó la votación, el Tribunal Electoral, presidido por una amiga del gobernador, empezó a difundir solo las mesas en las que había ganado el gobierno. Temíamos graves incidentes si intentaban robar la elección en el conteo, hasta que un llamado del ministerio del interior alertó al gobernador desde Buenos Aires: “Sabemos que perdés por catorce puntos. Cualquier disturbio será tu responsabilidad y te vamos a intervenir la provincia”. Lo contó inocente un periodista-espía del gobierno nacional para adjudicarse la primicia. Las causas justas siempre se ganan, pero mejor es ganarlas en serio.