Como no cabíamos en la DKW de los Ponce viajamos en tren con Carlos Arturo en diciembre del 65. Creo que fue el viaje en se perdió Isabel: cuando estaban por llegar a Salta Beatriz preguntó extrañada porqué estaba tan callada; no estaba en el Autounión (viajaba en el fondo, con las valijas y solía hablar todo el tiempo). Se la habían olvidado en una estación de servicio de Tucumán. La encontraron feliz de la vida en la casa de una señora que se la pensaba quedar. En lugar de Tucumán Isabel decía Micumán, con lógica perfecta y derecho adquirido.
Pasé la Navidad en Salta. Beatriz nos predicó una noche a un montón de chicos en el jardín de una casa y comprábamos regalos en la boutique de su hermana Marisa. En la falda del cerro San Bernardo había una gran bandera argentina dibujada con piedras pintadas de blanco y azul. Arriba decía BIENVENIDO y abajo CNEL LEAL. Jorge Leal fue el primer argentino que alcanzó el polo sur el 10 de diciembre del 65 y fue recibido como un héroe por su ciudad natal. Para el desfile del 20 de febrero vino el presidente Illia, así que, rearmaron las piedras de abajo para dibujar la palabra PRESIDENTE.
En enero nos instalamos en San Lorenzo. Habían alquilado la casa de los Figueroa, sobre la ruta, en el kilómetro 11. En febrero se cambiaban con los Peltzer pero yo ya estaba ahí. Los fondos de la casa llegaban hasta el río San Lorenzo en dos potreros sucesivos donde pastaban los caballos. Los Ponce se llevaron los que habían alquilado y llegaron para nosotros de El Bordo de las Lanzas un alazán viejo y huesudo como Rocinante, que eligió Enrique, y un pinto petiso y gordinflón para mí. Tenía buen humor y galope ligero y papá decía que se parecía al caballo de Perón. Todos los días a la tarde salíamos a cabalgar con unos 200 jinetes que se iban juntando por algún lugar de San Lorenzo. A la tardecita el sol nos iluminaba recortados en la cresta de la loma Balcón, del otro lado del río.
No era ni adolescente cuando me sumergí en la precocidad de los salteños que a esa edad ya festejaban entre chicos y chicas. Daba vértigo, pero había que declararse a una niña: andar juntos, saberse gustado y mirado en las cabalgatas, en la pileta o en la misa del domingo. Ante mi demora por lo que ya todo el mundo había decidido, Agustina Escalada, nuestra vecina del otro lado de la calle, contestó mi nombre cuando le preguntaron, a propósito y en mi presencia, de quién gustaba. Como estaba en la pileta, se metió abajo del agua de la vergüenza que le dio.
Un día fuimos al río Vaqueros con Ramiro Peñalba, un tío de Carlos Arturo. Nos enseñó a asar en cancana; unos palitos pelados donde se ensarta la carne. Ramiro era un poeta convencido y apasionado que trabajaba en el diario El Tribuno. Murió hace unos cuatro años. En un momento agarró un panadero y nos preguntó si sabíamos cómo se llamaba: “Panadero”, contestamos. “No. Se llama ‘palabra de hombre’, porque vuela”. Lo sopló y salieron volando las mil semillas con sus penachitos de algodón.
Habrá sido por intentar nuestra propia cancana que un día nos fuimos a caballo al arroyo Castellanos. Teníamos once años Julio Lascano, Carlos Arturo y yo; Cristóbal Ponce no debía llegar a los nueve. Son unos cuatro kilómetros desde San Lorenzo. Era un día bueno, pero con nubes negras del lado de los cerros. El camino pasaba entre casas grandes y lejanas que mirábamos en la cima de una loma o del lado del valle. El camino se angosta cuando deja el principal al borde del Vaqueros y cruza el Castellanos hacia Lesser y los Yacones por un puente que hace pie en el medio del río. Desensillamos y nos instalamos en la orilla donde hicimos un fuego y preparamos las cancanas. Cristóbal se entretenía con la monserga milenaria de mover piedras para hacer nuestro propio dique. En los cerros empezó a tronar.
Al poco tiempo el río se puso oscuro. Cuando nos alcanzó la lluvia nos dimos cuenta de que también subía. Nos refugiamos abajo del puente, en la isla donde se apoya el pilar que lo sostiene al medio. Desde ahí vimos cómo el agua apagó el fuego y se llevó las cancanas, pero también descubrimos las monturas mojándose del otro lado del arroyo. Logramos traerlas y nos pusimos a ensillar. Olía a tierra, a churqui mojado y a caballo nervioso. Al poco tiempo los truenos salían de adentro del raudal y el abrigo se convirtió en trampa: había que salir rajando si queríamos escapar de la furia de la crecida, pero los caballos no querían dejar la isla ni a palos. Nos zambullimos en el torrente asustando a los caballos más que el agua embravecida con nuestros gritos, azotes y aspavientos de mocosos. Las piedras pegaban en los garrones de los caballos que trastabillaban y escarbaban buscando dónde apoyar sus cascos. El mío cabeceaba nervioso y abría grande los ojos cuando el raudal le llegó a la barriga. La correntada se llevó mis alpargatas y perdí los estribos. Atrás Cristóbal todavía luchaba sin fuerzas con su caballo empacado en la orilla. El agua desmadrada se lo llevaría sin remedio, así que volvimos con Carlos Arturo –que para eso es su hermano mayor– y lo trajimos agarrando las riendas por debajo del freno. Cuando subimos la barranca de la orilla casi me caigo por la cola a la correntada. Miramos para atrás y el agua había tapado la isla. Cuenta Carlos Arturo que una pared de agua bajó arrasando todo: yo no la vi.
Volvimos al paso, reponiéndonos del susto. En el camino escampó, se fueron las nubes, y nos secamos al sol mirando el arco iris que se levantó sobre San Lorenzo.