Creía que los policías eran barrigones con bigote que dirigen el tránsito fumando. Pero a mediados de enero cambié de opinión. En pleno verano manejaba tranquilo por una calle de Acassuso cuando me topé con un móvil de la policía. Se bajaron dos agentes y me encañonaron. ¡Bájese!, me gritaron histéricos, y me bajé. ¡Váyase! Me volvieron a increpar en lugar de matarme.
Me rodeó un raudal ululante de patrulleros. Frenaban chirriando las ruedas. Se bajaban policías a los gritos, armados hasta las orejas; ninguno cerraba las puertas. Mi auto azul quedó desamparado en la puerta de un banco que estaban asaltando. Una alarma alertó a la policía que rodeó la zona en el preciso instante en que yo pasaba por allí. Los cinco ladrones decidieron atrincherarse con nueve clientes y siete empleados como rehenes. El cordón se organizó en seguida.
Al rato entró en el cerco un señor calvo y elegante como Indro Montanelli. Un corro de jefes se movía despacio en conversaciones intermitentes. El calvo entraba y salía para hablar en privado o por teléfono. Más tarde llegó un oficial de uniforme impecable, con dorados y charreteras; parecía el general San Martín. Se veía que era el mandamás, y estaba más tranquilo que el calvo. Detrás del cordón de la policía tomaron posición un millón de movileros. Cada tanto el cordón se cerraba pero los gordos fumadores los ponía en su sitio, a 300 metros del banco.
Los atracadores soltaron en seguida al custodio del banco, que salió con las manos en la nuca y su arma en la cartuchera: eran hombres de bien. Cuando el cerco estuvo seguro, empezaron los parlamentos entre un negociador oficial y el vocero de los ladrones. A las 5 de la tarde pidieron comida y les acercaron pizzas y cocacolas. A las 6 se cortó toda respuesta desde el banco. A las 7 llegaron los GOE y se metieron por las bravas en el local. No hubo ni un disparo. Salieron los rehenes en fila india.
A las 8 un grupo de bomberos intentaba abrir la tapa de una alcantarilla. Los ladrones más buenos del mundo se habían escapado de un cerco de mil policías barrigudos, del mismísimo San Martín, de Montanelli, de los GOE y de los bomberos, por un túnel que comunica el tesoro con un desagüe pluvial. Se llevaron en un gomón dinero contante y sonante y joyas que los clientes guardaban en 147 cajas de seguridad: los argentinos no depositan la plata en cuentas corrientes porque cada tanto el gobierno se la roba por decreto.
A las 9 anochecía. Apareció la brigada de explosivos con cascos y escudos de legionarios romanos. Hicieron explotar dos granadas que los premios Nobel del Atraco habían dejado en el boquete por el que escaparon. A las 10, cuando bajó la polvareda de las explosiones, entró la policía científica, con guantes blancos y maletines negros. A las 11 San Martín me preguntó qué hacía en medio del operativo. “Espero mi auto”, le contesté señalándolo. “Por ahora no nos podemos acercar ni nosotros” me contestó muy amable. Le pregunté si podía quedarme. “Siempre que no sea periodista” me advirtió riendo. Le revelé la verdad, pero ya no hizo caso: todos los diarios del país estaban titulando en sus portadas el papelón de la policía.
A las 2 de la mañana recuperé mi auto en perfectas condiciones: había dejado el techo abierto, dos Nikon del diario y hasta dinero suelto. A los quince días cayó uno de los ladrones por cambiar de novia. Al mes y medio tenían a Dimas, el jefe de la banda. Las joyas y los billetes son otro cantar.
En la América mestiza, como en el Calvario, el bien y el mal están entreverados.