En el Nuevo Mundo el oro provoca una enfermedad hereditaria: castellanos y portugueses vinieron tan atraídos por los metales que prefirieron morir de hambre antes de cultivar la tierra con sus propias manos. Cuando terminaba el siglo XVII unos bandeirantes paulistas exploraban el sertão del río San Francisco a la caza de esmeraldas, cuando al buscar agua para beber, encontraron unos granitos negros que escondían oro de gran calidad. Como siempre, la gripe del oro contagió la turba de mineros y dio origen a la Vila Rica de Albuquerque que hoy es Ouro Preto, la ciudad más barroca del mundo.
Por el remordimiento de los bandeirantes –que cazaban a los indios para sus encomiendas– solo los capellanes amigos podían adentrarse en el Brasil, así que no hay fundaciones de órdenes ni congregaciones en la ciudad; pero sí terceras órdenes y cofradías. Agrupados entre ellos o por cuenta propia, los mineros construyeron y dotaron capillas y ermitas en agradecimiento al santo preferido, por cada veta o pepita descubierta.
De lejos la villa parece un nacimiento de canto, cal y tejas sembrado de iglesitas. La matriz del Pilar, en lo más bajo del barrio alto, es una ópera rodeada de palcos dorados y luces de cristal. La parroquia del otro barrio, de Antônio Dias, es la Concepción, también teatral y radiante. Con el santuario del Bom Jesus de Congonhas, son 22 iglesias, sin contar ermitas, oratorios, fuentes, palacios... En la del Carmen, azul y terracota, los días de fiesta acicalan con ángeles de carne y hueso las hornacinas de su retablo: desde allí cantan a la Virgen meninas de túnica blanca y alas emplumadas. Ellas no pierden el resuello cuando suben y bajan las cuestas interminables de la villa. Tampoco los estudiantes de la Escuela de Minas que van y vienen de sus repúblicas.
Entre ellos deambula la sombra contrahecha de O Aleijadinho. Antonio Francisco Lisboa murió allí mismo en 1814. Era mulato, hijo de una esclava de su padre. Desde los 35 años, Lisboa comenzó jorobarse. Mientras la giba crecía, se le atrofiaban los dedos de las manos y los pies; alguno se lo cortó de un saque –un martillazo en unas tijeras– para suprimir el dolor. También perdía la vista, y el carácter se le aturdía. No se andaba la gente con líos de corrección política, así que, como era lisiado y petiso, le llamaban el Lisiadito. Aunque la parálisis le carcomía el cuerpo, siguió tallando la piedra y la madera. Los santos le salían cortos de brazos y culibajos, con un vértigo sagrado y apocalíptico. Con ojos achinados pasman hoy a los turistas de plástico desde los pedestales de Ouro Preto y Congonhas do Campo. Dicen los entendidos que los profetas de la escalinata del santuario del Bom Jesus fueron esculpidos por un hombre sin manos.
Fui a Ouro Preto el año en que trabajaba para Estado de Minas, el periódico de Belo Horizonte. Un mal día mi notebook se empacó como un burro. Llamé ansioso a los sabelotodos informáticos, con la esperanza de que tuviera remedio. Cuando la inspeccionó Miriam, la polaca de Sistemas, me soltó sin preámbulos y con cara de lástima que mi computer estaba aleijadinho.