29 de diciembre de 2005

Terremoto

El 22 de diciembre de 1972, a las 11,34 de la noche, Managua se estremeció como si la hubieran tirado desde 100 metros de altura. Los sueños navideños se derritieron con un grito de dolor. Donde había vida e ilusiones quedaron más de 100.000 terremotados, 20.000 muertos y la angustia amarga de las catástrofes, cuando quedar vivo puede ser peor que morir. El terremoto es la expresión más cabal de la impotencia humana. Todo lo demuele la naturaleza como si rompiera un papel viejo para tirarlo a la basura. Edificios indestructibles se hacen añicos. El hormigón armado parece mermelada y el hierro pasta de dientes. Las estrellas se vuelven el techo más preciado y la gente valora sus escasos petates por encima de las vigas y paredes de sus casas. Los muertos duermen entre cascotes mientras los vivos deambulan desconsolados con los ojos secos por la tierra y el polvo. En los grandes desastres unos cuantos aprovechan la volada para empezar nueva vida lejos de su pasado: será por eso que nunca se termina de contar a los desaparecidos. Los terremotos, además, pescan in fraganti a los tramposos y en calzoncillos a los infieles.

En el centro de la ciudad los cadáveres quedaron debajo de los escombros. La Guardia Nacional se concentró en el pillaje con profesionalismo y Anastasio Somoza engrosó sus cuentas de Miami con la ayuda que llegaba de todo el mundo. Los zopilotes terminaron el trabajo llevándose a dar un paseo los restos podridos que quedaron a la vista. Años después los sandinistas pasaron una piadosa topadora y dejaron cientos de manzanas baldías alrededor de la vieja catedral agrietada que todavía resiste como un mausoleo vacío. Los que quedaron vivos se fueron a vivir a los barrios, en casas bajas y frágiles, como para aliviar la próxima sacudida.

Desde el aire la Managua moderna es un delicioso suburbio tropical: apenas se adivinan las casas debajo de los árboles. Las calles no tienen nombre ni apellido. Me alojé en el Hostal Real del General Pancho Cabuya y su Papalota Marilla, que queda del Restaurante La Marseillaise, una cuadra al lago, una cuadra arriba, 25 varas al lago, casa # 46. Si ordenan el catastro se terminará la magia y me tocará el hotel Sheltox Express, Av. Comandante Pastora, 13.752, M37 2AT, Managua.

En el centro viejo y en ruinas levantaron estatuas de puños crispados y kalasnikof al viento, mientras los revolucionarios de los 80 se aburguesaban sin remedio. El ombligo de la ciudad se trasplantó alrededor del shopping Metrocentro. Del otro lado de la avenida, entre unas cuatro hectáreas de pastizales, el cardenal Miguel Ovando edificó la nueva catedral antisísmica, estilo elefante. Daniel Ortega, el comandante del FSLN, acumula tantas elecciones perdidas como denuncias de acoso sexual y camionetas todo terreno. Su hermano Humberto, gloria del Ejército Sandinista, moribundea en Costa Rica podrido en la plata que invirtió en Canopy Tours para gringos gay. Ernesto Cardenal, el cura poeta que ligó el reto papal en la Plaza de la Revolución, fabrica socotrocos de barro plastificado en Solentiname, el archipiélago del sur del lago de Nicaragua donde fundó una comunidad de drogadictos cristianos. Violeta, la viuda de Chamorro, ya está más para el bronce que para la política. El resto de la gente todavía habla del terremoto como si hubiera sido ayer.

Managua el 23 de diciembre de 1972