Gastamos las primeras luces del día camino al aeropuerto, congelando momentos que casi nadie ve, mientras Asunción se desperezaba al amanecer de un jueves. Volamos hacia el Norte sobre la bruma cortada por los primeros rayos. Aterrizamos rozando los árboles de la Villa Ygatimi, somnolienta, mojada por el vaho vegetal del invierno. Iba invitado la Fundación Moisés Bertoni a conocer unas escuelas en los alrededores de la reserva natural del Mbaracayú, un bosque de 150.000 hectáreas en el departamento Canindeyú, donde el límite entre Paraguay y Brasil se sube a la cresta de unos cerros, al norte del lago de Itaipú.
Mientras desayunamos en la casa de la Fundación en Ygatimi aparecieron dos funcionarios vestidos de Animal Planet. Eran del Fondo Francés para el Medio Ambiente Mundial y querían ver con sus ojos lo que se hace con su plata en la reserva de biosfera del Mbaracayú. Conversé largo con Sylvain durante el viaje en camioneta. Creí que sería un Indiana Jones de plástico, pero resultó un andarín porfiado del hielo de las montañas y la miel de las selvas sudamericanas.
Enjambres de chicos curiosearon nuestra presencia mientras sus profesores nos enseñaron las mejoras en las instalaciones de las escuelas de Nueva Alianza y La Morena. Como no las conocíamos de antes, pocas comparaciones podíamos hacer. Lucían de estreno los carteles anunciando a nadie que todo eso es posible gracias al dinero de los franceses. Después, en un hospitalito de dos ambientes lleno de madres embarazadas y de mocosos desnudos, aprendí que los hijos son la riqueza de los pobres y que las heladeras salvan vidas.
Sólo los profesores hablan un poco de castellano. Los chicos, compinches y curiosos, andaban descalzos por aulas y galerías. Son hijos de campesinos y hasta de algún chacarero de la colonia. La vergüenza de los mita-í se compensa con la picardía de las cuñá que hacen caras y posan coquetas cuando las apunta el fotógrafo.
De repente me acordé del éxito asegurado del ratón de trapo que me enseñó don Tino, un cura amigo de mis padres, cuando era chico. Plegué y enrollé mi pañuelo en medio de los mita-í. Salió un ratón con orejas y rabo, pero por lo blanco del pañuelo resultó un conejo coludo y desorejado que se puso a caminar entre mis manos. “Ikuãme!”, señaló divertido un pelirrojo que se dio cuenta enseguida que lo movía con el dedo por debajo de mi brazo.
El piloto me había contado que íbamos a la región de los aché, una etnia escasa que tiene la piel de terciopelo. Pedí entrar en una aldea, pero la vicepresidenta de la Fundación tenía apuro por llegar al aeropuerto de la reserva; allí la buscaba su avioncito, porque la señora no se le anima a la pista de Ygatimí. Por suerte nos cruzamos con uno que salía de la aldea Chupa Poú. Tengo una foto robada desde la camioneta.