Caía la noche más larga del año, la víspera de San Juan, cuando nos escapamos a la fiesta en el club Emiliano R. Fernández, del barrio Herrera de Asunción. Había payaguá mascada, chicharrón trenzado, asaditos en palo y chorizos picantes deliciosos. Hacíamos cola para conseguir un pastel mandió o un mbeyú inmaculado que surgía milagroso entre el humo negro de un fogón. Con mandioca y maíz se preparan casi todos los platos del país: la sopa paraguaya es un pastel omnipresente de harina de maíz, queso y claras batidas. Con cebolla y choclo se convierte en el superlativo chipá guazú. La chipa es el multiforme y ubicuo maná de almidón de mandioca.
La medianoche fue llegando divertida por bailes y juegos. Con algunos colegas del diario recorrimos las carpas de ruleta y tomamos un par de cervezas. En una cancha multiuso se alternaban las piñatas, los bailes, y el fuego, aturdidos en guaraní por los parlantes que multiplicaban la voz de una animadora bastante histérica. Dos tipos debajo de un cuero con guampas encendidas representaron al toro candil, descendiente de algún animal bravo que cambió el albero del ruedo por el patio del Club Emiliano. Mágica fue la galopa: conté hasta diez botellas, una encima de otra encastradas culo con pico, y todas arriba de la cabeza de una polaca que bailaba derechita y descalza. Debe ser un magnífico ejercicio para la columna.
Los perros deambulaban callados en busca de algún recuerdo perdido entre galoperas, piñatas y botellas. Miran de reojo pidiendo perdón por alguna macana, pero nadie les da ni la hora.
A las once y media ardía una fogata monumental en una canchita de fútbol de tierra colorada. El rocío pegaba con ganas, así que me acerqué resuelto a esperar lo que venía. Se fue arrimando más gente que formó un círculo al calor del fuego. A mi lado un padre barrigón presumía su fe delante de los hijos, mientras ellos trataban de disuadirlo. A la medianoche, un petiso que hinchaba los cachetes para aguantar el calor desparramó brasas con una azada hasta formar un camino incandescente de unos cinco metros. Empezó la tensión, a ver quién se animaba. Un flaquito con la camiseta de Olimpia las atravesó descalzo, como sin darse cuenta. En seguida cruzó una mujer con las sandalias en la mano. Tercero pasó el barrigón que volvió hacia sus hijos como si le hubiera hecho un gol a Chilavert. Siguieron más. Veteranos y primerizos cumplieron promesas o probaron su inocencia. Cruzaban en trance, desafiantes, distraídos o concentrados. La barra alentaba o murmuraba. A una chica le dijeron que no pase, pero no hizo caso y se quemó.
No tenía ni intención de pasar por encima de ese infierno que chamuscaba de estar cerca. Pero algo te va diciendo por adentro que tenés que cruzar, y empezás a sacarte los zapatos sin darte cuenta. Después te empuja el amor propio, y cuando salís de las brasas nadie te dice nada.
Correr es peor, como cuando llueve, porque al apurar el paso se pisa más fuerte. Es el secreto, aunque nadie aplica la lógica aburrida a esta ordalía perdida en el tiempo: los que tienen la conciencia intranquila se queman más por apurados que por infieles. Igual las cuentas dan lo que tienen que dar...