Fue un lunes a las nueve y media de la noche. Volvía manejando a mi casa después de un día de trabajo en el diario. Detrás de mi venía un auto medio indeciso que amagaba pasarme pero luego se quedaba a mi cola. Me siguió cuando entré desde la avenida por una transversal, pero debía ser pura casualidad. Paré en la esquina para terminar de hablar por teléfono. El indeciso viajaba en un Mercedes. Me pasó y se paró adelante. Se bajó el acompañante y en lugar de preguntarme por una farmacia abierta a esa hora, sacó una pistola, abrió mi puerta y me gritó “¡bajate!” con tanta convicción que me sentí un intruso en auto ajeno. Se lo dejé sin apagar el motor. Cuando se subía le pedí mi agenda electrónica que había quedado en el asiento. Casi lo consigo. “¿Qué agenda?” me preguntó, pero cerró la puerta y salió arando como un loco por la esquina más cercana atrás de su amigo del Mercedes.
Me quedé solo en medio de la calle. Busqué un bar y me senté a sacarme el susto. Me preguntaba cosas inútiles sobre lo que tendría que haber hecho y lo que había que hacer ahora. No lograba acordarme ni del número de la patente.
En la comisaría me atendió una chica con uniforme de policía y apellido de conquistador grabado en una placa de plástico. Atrás un agente gritaba por teléfono mientras la radio pasaba partes y novedades. Empezaron a hablar de mi auto, pero ninguno le pegaba al modelo ni al color. Un tipo con aires de jefe apareció en mitad de mi declaración. Vestía camiseta, pantalones cortos y hojotas. Me preguntó si el auto tenía algo que lo distinguiera: un choque, un rayón. Nada... “¡Impecable!” sonrió, y se fue.
Unos días después empezaron a llamar desconocidos a mi oficina. Decidí no atenderles. Ya me habían contado que te piden plata por datos sobre el coche. Hay gente que les paga y se clava como una estaca. Con cobertura más que suficiente y las cuotas al día, mejor dejar las cosas en manos de la súper eficaz multinacional española del seguro. Me dicen que lo están buscando, y que ellos son los primeros en pagar rescates para librarse de una cifra mucho mayor. Si lo consiguen, lo devuelven sin importarles el estado. De paso fomentan los robos contra sus propios clientes: cuantos más robos, más seguros. Los ladrones usan el auto para un atraco, se divierten con él y cobran un buen rescate a la compañía cuando lo devuelven. Si no aparece, antes de pagar su costo, te piden el título y hasta las llaves que venden por unos dólares a los falsificadores.
La gente hace comentarios sorprendentes. Algunos te dan el pésame y nadie usa palabras como “robo” o “ladrones”; se refieren al “episodio” o a la “experiencia”. Te queda la sensación de ser culpable por tener un Toyota, por lavarlo seguido, por andar de noche, por los vidrios polarizados o por lo contrario... Hasta la compañía de seguros sospecha un arreglo y pide decenas de constancias. Al final uno se acostumbra y prefiere que su auto no aparezca, pero mientras le faltan un montón de cosas que antes eran familiares y que estaban allí. Será por eso que una noche me sorprendí buscando mi Toyota en el fondo del cajón de la mesa de luz.
Al final el coche es como la chaqueta; extrañaba más una pluma Parker gastada que me duró 35 años, la agenda, la novela que estaba leyendo, unos cd con música inencontrable de Doménico Zípoli... Las cosas no deberían valer nada hasta que no estén en la cabeza o entre pecho y espalda. Valen los libros leídos, no los de la biblioteca. El vino tomado vale más que el de la bodega. El cine, el teatro y los partidos de fútbol deberían pagarse al salir y no al entrar. También habría que agradecer a los ladrones que te arrimen uno poco la muerte, cuando no te queda más que el avío del alma.