El chicozapote es un árbol de corteza arrugada y clara como el alcornoque, pero mucho más alto. Crece desde México hasta el norte de Sudamérica. Su madera es buena y el fruto un níspero magro. La savia, que se usa para hacer chicles, es un látex pringoso que recogen lastimando la corteza como jinetas en las mangas de un sargento.
En 1848 los bosques se explotaban como las minas y no existía el desarrollo sustentable. Un chiclero andaba ese año buscando vetas de chicozapotes por el Petén, en el norte de Guatemala, que entonces confundía sus fronteras con la actual Belice y los estados mexicanos de Chiapas y Tabasco. Se extrañó de la simetría entre algunos montecitos tapados por ceibas y ramones. Cuando escarbó entre las raíces se encontró con una piedra cúbica, tallada como un ladrillo, después otra y así hasta arriba. Si hubiera llegado en globo habría visto los remates de las pirámides mayas que sobresalen todavía por encima de las copas de los árboles.
Así se descubrió Tikal, la mayor ciudad maya, residencia de Ahá Kakao, habitada entre el 771 y el 900: los arqueólogos nos engañan sin escrúpulos con historias precisas en años exactos sacados de unas piedras mordidas por el tiempo y la selva. Los mayas se extinguieron para siempre por culpa de los imperialistas genocidas de la época que eran los aztecas.
A las cinco de la mañana nos pasó a buscar la combi para llevarnos al aeropuerto. Habían advertido que lleváramos zapatillas, camisa de mangas largas y sombrero. En esa zona el calor es de plomo y los mosquitos no respetan mangas ni pantalones. Para evitar que los pilotos estrellen el avión contra alguna pirámide nos revisaron como si entráramos en la cárcel de Sin Sin. Después del madrugón tuvimos que esperar turno para subir al avión en la sala abarrotada, en ayunas, con unas tarjetas azules que nos entregaron. Cuando llamaron a nuestro color nos lanzamos raudos a la puerta, pero Charles Atlas nos aclaró que eran turquesas. Al final asaltamos los asientos del fondo del avión y tratamos de dormir algo de lo que nos faltaba de esa noche.
Los mayas no tenían vértigo. Las escaleras de las pirámides son tan empinadas que las piernas mal dormidas se me volvían de gominola. Las manos me ardían de agarrarme a las barandas y casi pierdo los anteojos que se me escapaban por el sudor y el viento. El año pasado una turista gringa se agregó rodando a las ofrendas al Gran Cacao, pero nuestro grupo salió ileso. Las escalas de Tikal parecían las laderas abarrotadas de garimpeiros de la Serra Pelada de Pará.
En la época de Carlomagno los mayas construían pirámides, templos y canchas de fútbol. Las pirámides servían para ver la salida y la puesta del sol o la luna encima de los árboles. Así inventaron un calendario al que le sobraban unos 20 días por año. El verano se les volvía invierno cada tanto, pero en el trópico eso no es problema. Los templos son iguales a las pirámides, pero en lugar de mirar astros, servían para ceremonias. Todos aseguran que los que sacrificaban doncellas y niños eran los malvados aztecas. Los mayas apenas se comían a sus enemigos, pero por las proteínas.
Jugaban a la pelota entre dos pirámides. Los equipos trataban de meter una bola de chicle en argollas de piedra. Dicen que el deporte era ritual y que no ganaba el mejor sino el más buenito. Pero también se sabe que el Gran Cacao jugaba muy bien y medía casi dos metros. Ya se ve que comía más enemigos que chocolate.