19 de noviembre de 2004

Ingapirca

Ingapirca es un templo del sol elíptico, a 3.800 metros, en la provincia del Cañar. Entra el sol por un agujero y sale por otro algún día del año que no era el nuestro. De noche el frío del páramo se mete sin avisar hasta los tuétanos, como un descorchador helado que se hinca en los huesos cuando todavía la piel está caliente por el sol del día. Dormimos en una hacienda convertida en posada, bien puesta y limpia. Mareaba el suelo de madera, desparejo y ondulado. Comimos bien, rico y abundante, pegados a una chimenea. Cuando pregunté si había agua caliente, el cholo que nos servía la mesa de poncho y sombrero, contestó “¡obligado!”. Treinta segundos duró el agua tibia a la mañana, suficiente para llegar a enjabonarme; ya no había retorno. En el desayuno, todavía temblando, insinué el problema. “Es que hay que abrir la llave del todo” me explicó. Después agregó que todo el mundo se queja por lo mismo.

Esta vez en la misa eran todos cañaris. Sobresalía como un metro por encima de sus cabezas. Hubo tres casamientos y tres bautismos, pero volvieron a cantar la canción de Bob Dylan. El cura daba órdenes y se multiplicaba. La iglesia es un galpón sin terminar lleno de sombreros que las indias se quitan al entrar, como los zapatos en las mezquitas.

Para visitar el templo del sol hay que dar una vuelta larga por el campo, bajar primero y subir al final: cuando falta el aire todo lo demás parece inútil. Al pasar por un rancho vimos un cartel: “ternero de 2 cabesas y 3 rabos 4 patas un solo cuerpo”. No se distinguía el precio para ver el engendro. Hicimos trato: dos dólares por cinco mayores y un menor para ver lo que quedaba del bicéfalo adentro de un cuarto medio oscuro: un cuero relleno de diarios abollados, cosido en la barriga con hilo negro. Las fotos del prodigio no estaban incluidas en la tarifa...