No pude desayunar en el hotel de Quito por que tenía que comprar repelente y crema para el sol que nunca usé. Por suerte me convidaron empanaditas de atún en un hangar del aeropuerto. Cuando llegó la última gringa despistada -una química voluntaria del zoológico de Chicago- subimos a la avioneta de vidrios sucios y asientos sobados. Nos dieron un paquete de papas fritas a cada uno y nos despidieron haciendo gimnasia con palitos pintados. Llevaba un poco de ropa y mi traje de baño en un maletín de congreso con letras grandes y rojas del diario Clarín. En Kapawi me armaron de un poncho impermeable con capucha, botas de goma y una linterna.
El piloto enfiló hacia el sur entre los volcanes Ilinizas y Cotopaxi. Antes de chocar con el Tungurahua viró a la izquierda y siguió al Oriente encima del río Pastaza. Al poco tiempo la cordillera se convirtió en un océano vegetal surcado de vez en cuando por ríos colorados, negros y verdes. Las nubes se desenganchaban del bosque como penachos de azúcar. Cuando el avión empezó a bajar nos quitamos todo lo que pudimos y una hora después se zambulló en una pista abierta en la selva, rodeada de chozas; una aldea indígena en las orillas del río Capahuari que se llama Wayusentza. Un indio nos arreó enseguida hacia la barranca del río donde esperaba la canoa. Casi dos horas después estábamos en Kapawi cerca del Pastaza y del límite con el Perú.
Kapawi es un refugio en el medio de la selva construido en la costa de un meandro abandonado por el Capahuari. Es tierra de los achuar, unos jíbaros nómades y cazadores, ahora bastante tranquilizados. Don Carlos Pérez Perasso, dueño de El Universo de Guayaquil, soñó hace unos 20 años con la idea de ayudar a los achuar a custodiar su propio territorio sumergiendo hombres blancos en su cultura por unos días: los gringos pagan para ver y los achuar cobran por mostrar. Las chozas, el calor, la humedad, la parsimonia, la lluvia, las sabandijas… todo es achuar. Ellos son los guías, camareros, motoristas, meseros y juglares de la selva. Lo mismo silban para que salte un delfín que iluminan de noche un alacrán a punto de picarte. Ven pájaros que nadie ve, descubren monos escondidos en la copa de los bálsamos y no se les escapa ningún camuflaje de la naturaleza: saltamontes disfrazados de hojas comidas, plantas con ojos y antenas, serpientes que parecen lianas…
No hay perros, ni gatos… ni caballos, ni vacas, ni autos, ni motos, ni radio, ni televisión, ni aire acondicionado, ni computadoras, ni teléfonos, ni vidrios en las ventanas, ni dinero, ni agua caliente, ni ventiladores… ni viento. Las camas están protegidas por mosquiteros y se duerme al arrullo vertical de la lluvia, sobresaltado de vez en cuando por las conversaciones de los murciélagos que cuelgan del alero de palma. Pero se duerme con un sopor submarino.
En la aldea cercana nos recibió un jefe de familia, siempre sentado en su tutang y recostado contra un poste de la choza. El tutang es el único asiento en Kapawi, por eso te duele la columna al final del día. Por suerte la hamaca te endereza doblándote para el otro lado. El jefe tenía una vara larga y flexible con la que pegaba a las gallinas que se acercaban. La mascota de la familia era un pavo viejo y entrometido. Nos convidaron chicha fabricada por las mujeres a fuerza de masticar y escupir yuca que después se fermenta. Me tragaba los pedacitos hasta que vi a Celestino, nuestro guía achuar, que los sacaba con los dedos de entre los labios.
No se pueden hacer fotos. Los hombres no miran a las mujeres que no sean propias y las mujeres no se meten donde conversan los hombres. El fuego, el agua y los niños son cosas de ellas; las armas de ellos. Las mujeres se ocupan de los vegetales; los varones de los animales. Envenenan las puntas de los dardos para cazar monos con cerbatana y pescan con una chuza. El secreto es acercarse a los animales sin que se espanten; para eso hay que aprender a ser estatua y dejarse a ansiedades de ciudad.
Los gringos llegan a la selva con un equipo envidiable, comprado en shoppings inmensos a tenderos expertos que nunca vieron la jungla. Tienen bolsillos con pastillas para la malaria y la fiebre amarilla. Sombreros para la noche. Charreteras y prendedores de los que cuelgan todo tipo de instrumentos. Todo es especial y adecuado al momento: zapatillas, botas, anteojos, sombrero, linterna, guantes, medias, chaleco, mochila, cinturón, caramañola, brújula… Durante los días que pasé en Kapawi ocurrió lo mismo que en la selva pavimentada: los que no fuman ni beben te lo hacen saber a cada rato, y los que beben o fuman, no paran. Además llaman bill-boat catch flyer al benteveo y en cuanto te descuidas te cuentan la historia completa del perezoso. Van por el monte con un cuaderno en el que marcan cada pájaro que ven con un palito, como los puntos del truco.
Cuando salen en canoa preguntan: we´re going up-stream or down-stream? Les preocupan cosas absurdas y se asombran por lo más trivial. Al jefe de los achuar que visitamos le preguntaron la edad, el tiempo que tardó en construir su choza, cuánto le cuesta el mantenimiento, cuántas mujeres tenía y si le gusta comer mono. El lenguaraz se reía de vergüenza: en la selva no hay cantidades de nada, ni comidas ricas o feas… Aunque el jefe usaba una camiseta vieja y desteñida que pudo ser de Ion Tiriac, se ve que son felices con muy poco y que nosotros necesitamos medir el tiempo y las cosas para estar tranquilos.
Las mujeres se levantan a las cuatro de la madrugada y preparan la guayutza para los varones. Es una infusión que les hace vomitar hasta el hígado. Los deja fuertes y despiertos para salir de caza, para volver a la chicha, para el floripondio o el cucumelo: las plantas del trópico envenenan y curan, pero sobre todo alucinan. Depende de lo que se tenga en la barriga. Al final la selva te enseña lo mismo que los ladrones: que solo vale lo que se lleva adentro.
A la hora de la siesta hasta las cigarras duermen. Aproveché para zambullirme en el río antes de la lluvia, que llegó anunciada por un estruendo en las hojas. Antes me aseguré que no asomaban ojitos de caimanes. El agua estaba rica y suave. Celestino me advirtió del carnero, un pez muy chiquito al que le gusta el pis; hay que contenerse a la fuerza. En las lagunas negras es tan chico que se mete hasta la vejiga y ya no lo saca nadie. Peor es que se quede atrancado en el camino.
Volví a Quito en el avión que se lleva la basura a Shell, un pueblo con pista en la ladera oriental de los Andes, junto a los pozos de petróleo. Desde allí subimos la cordillera en una camioneta, ocho horas entre los mismos volcanes que atravesamos en el viaje de ida en avión. A la mañana siguiente volé a Guayaquil, a trabajar en El Universo. Cuando saqué mi ropa del bolso en el hotel Oro Verde, todavía estaba empapada.