Oí contar hace tiempo a Carlos Soria un episodio que me acuerdo con mala memoria tal como lo relato ahora: estaba en algún lugar del sur de la Florida, en una reunión con norteamericanos entusiastas de la Universidad de Navarra. Cuando llegó el momento de comenzar la presentación, Carlos ensayó las primeras palabras en inglés. Entonces el anfitrión lo paró en castellano: “–Don Carlos, aquí todos hablamos en español... es la venganza de Colón”
Ninguna de las tres Américas ha denigrado jamás su origen colombino y español. El castellano -como llamamos hace siglos en la América hispana a nuestro idioma- es la lengua franca de todo el continente, desde Alaska a Tierra del Fuego. El portugués de Brasil no se traduce de uno ni de otro lado, al fin y al cabo es tan ibérico como el catalán o el gallego y más fácil de entender, por su suavidad, que cualquier español hablando un idioma enojado y cortante. En las ciudades más apartadas de los Estados Unidos y Canadá basta con buscar a una camarera o dependiente hispanohablante; en las grandes urbes y en las costas, se oye y se lee más castellano que inglés. Poco a poco los hispanoamericanos -que de latinos llevan solo su apellido de conquistador- suben en los créditos de las películas de Hollywood y del software de las computadoras, en las firmas de los dólares, en los gafetes de los militares, en las portadas de los discos compactos, en los afiches de las campañas políticas y los anuncios publicitarios.
Los padres fundadores de los Estados Unidos llegaron con sus familias perseguidos por la intolerancia religiosa; colonizaron su territorio trabajando y crearon un gran país europeo del otro lado del Atlántico. Españoles y portugueses llegaron solos. Alentados por el oro y las almas colonizaron su territorio con la pasión y fundaron el verdadero continente americano. El aporte imparable de los hispanoamericanos en los Estados Unidos es el triunfo de la naturaleza sobre la tecnología, las armas y el dinero.
Colón se venga con los carteles en castellano halado del metro de Nueva York, cuando poncha cubiertas, clica ratones, y convierte jonrones. Pero también se venga cuando lleva a España a Rosa y María, las ecuatorianas que pasean en silla de ruedas a las abuelas de Ichaso y Aitana; cuando la selección argentina de fútbol tiene más apellidos vascos que la Real Sociedad; cuando Tiger Woods, americano mitad africano mitad tailandés, gana el Masters de Augusta; cuando un chileno judío alemán tiene que chequear el casillero “latino” en el formulario de inmigración de los Estados Unidos, antes de que el official Mohamed Mustafá le revise con rayos equis los zapatos y el cinturón.
En América sobra espacio en la tierra y en el corazón para todos los desheredados del mundo. La pasión y la inmensidad los llena de horizontes de libertad, pero sobre todo concibe, pare y educa hijos sencillos y buenos, piadosos y pacíficos, que saben convivir a pesar de la diversidad de origen y de sus desigualdades sociales. Es la victoria de la polinización cruzada sobre la endogamia.
La verdadera América -la hispana, nativa y mestiza, dulce y sabrosa, feraz y exuberante, caótica y exótica- no pretende imponer su criterio al resto del mundo. No conquista continentes para aburrirlos con sus soluciones. No reniega de su cristianismo ni de su amor a la Madre de Dios. Sabe que su origen y su destino son comunes. Como los gatos, a veces parece que se pelean entre ellos, pero no es así: es que se están reproduciendo.