La Argentina puede considerarse dichosa: por fin conoce lo que le pasa. Ya todos sus hijos lo saben: la corrupción generalizada y especialmente de los dirigentes, el gasto desmedido, el escaso apego al trabajo, la presunción y la altanería... Es culpable el funcionario que roba millones, el político que vende influencias y el ministro que se queda con los fondos del contribuyente. Pero quizá no hayamos caído todavía en la cuenta de que igual de responsable es el ciudadano que no paga impuestos, el camarero que se queda con vueltos de su patrón, el que copia en un examen y el policía que trueca protección por favores.
A nuestra generación le tocará ahora el desafío de levantar un país desde los cimientos, con la humildad que da el conocimiento cabal de la propia realidad. Tendremos que acabar con la rémora de una clase dirigente corrupta y podrida, y trabajar duro; pero no perderemos el tiempo en averiguar lo que nos pasa.
En la Europa vieja, dura y aburrida, es difícil entender que un país intente arreglar sus problemas en paz, tomándose todo el tiempo necesario, y con el esfuerzo extra de tener que empezar de una vez por todas. En América latina sobran el tiempo y la pobreza, pero la pobreza más desgraciada que es la ignorancia. Falta educación. Faltan siglos. Pero hay vértigo... y el tiempo se pasa volando.
Los saqueos por televisión tergiversan un poco la realidad, y sus verdaderos objetivos no son patentes a todos. Los problemas son mucho más profundos de lo que se ve, y las soluciones también. Pero precisamente por eso el sur de América está lleno de oportunidades, y por eso se tambalea y trastabilla, como un niño que empieza caminar.
Hoy la Argentina se está volviendo por fin sudamericana. Era lo que faltaba para apiñar a los argentinos y aportar algo serio a la unión del continente más hermoso, divertido, deportista, pacífico y vertiginoso. No queremos alimentos ni dinero. Necesitamos que nos enseñen a unirnos en pos de un ideal para conjurar las guerras y la ignorancia, no para que nos transmitan su hastío por la vida y el desprecio por las utopías. La despersonalización del poder, los sistemas de rectificación que actúen como fusibles políticos y la integración de las economías convertirían a Sudamérica en un bloque consistente de naciones hermanas con un futuro venturoso y fecundo.
Quienes vuelven a la tierra de sus antepasados hacen fracasar el sueño de sus abuelos. Ellos buscaban horizontes de libertad más que pan cuando se subían a los barcos. Una nación no se construye en una o dos generaciones. A la Argentina y a Sudamérica les sobra espacio en la tierra y en el corazón para seguir recibiendo a los desheredados del mundo: que se vengan los kurdos, los palestinos, los gitanos, los zulúes, los tamiles... La pasión y la inmensidad los mezclará hasta que sus nietos no entren en los casilleros de los formularios norteamericanos: turcos con armenios, judíos con árabes, caucásicos con latinos, aborígenes con paracaidistas.
Los que nos quedamos vivimos en una tierra gigante. Un vergel exuberante y feraz de montañas hasta el cielo, llanos infinitos, ríos como océanos, selvas azucaradas y desiertos inmaculados. Gente sencilla y buena, piadosa y pacífica, que sabe convivir a pesar de la diversidad de origen y de las desigualdades sociales. Nunca han intentado imponer su criterio al mundo ni han conquistado continentes para aburrirlos con sus consejos.
No se arregla Sudamérica con guerras ni revoluciones. Tampoco con iluminados. Los grandes cambios, como los que promete esta crisis, producirán trabajo, industrias, bienes... y paz. La unión de los americanos del sur es el principio de la solución y del futuro. Quizá a alguien le interese que Sudamérica no se desarrolle unida. Pero ojalá que no sea cierto.